El día que se acercó a mí en aquella pequeña tienda su roce me aturdió en un primer momento. Mira que eres torpe, pensé.
Pero mi perfume fue suficiente para compensar aquellos movimientos míos de novato. Así que salimos juntos de la tienda. Me llevó a su casa y desde ese día me dedicó los más hermosos instantes de su vida.
Eramos varios los que por ella bebíamos los vientos pero yo era su favorito. Aquel con el que ella gritaba a golpes de muñeca su amor inconfesado.
No me importaba esperar día tras día a que volviera a mí .Yo sabía que lo haría. Hubiera sido terrible que me viera como a los otros: un simple alivio de sus momentos acalorados. Yo era consciente de mi especialidad.

A su alrededor estaban los de violín. Ya saben, esos tan insolentes adornados con plumas o lentejuelas y que cuando enmudecen parecen un instrumento musical; otros esqueléticos adinerados en nácar, marfil o carey; chinos arropados con telas de arroz y algún que otro indio espectacular engalanado en marfil.
Incluso había uno de esos llamados mágicos, cuya magia no es otra cosa que el vil truco de mostrar más de una cara. “Reversible”, ¡Vaya eufemismo!
Mi perdición fue, cuando transportada con mis aromas en el Teatro, me estremeció con tanta fuerza que caí al suelo, olvidando que esto significaba…”soy tuya”, lo que provocó una brutal reacción en su humillado marido, que observaba sus coqueteos a mi costa con aquel señor del palco de enfrente. Se levantó dejándola sola, no sin antes darme un fuerte pisotón.

Así que aquí estoy ahora, olvidado, con un par de varillas rotas, sufriendo el confinamiento de esta vitrina. Pero orgulloso de mi condición: un abanico oloroso de la famosa casa Kimmel de Londres.