Cuando el reloj se aproximaba al tiempo de la media noche, sólo le restaba transcurrir esos pasillos que lo separaban del pequeño cuarto. Tanteando una rugosidad del laberinto de paredes, agitaba su ritmo en la oscuridad, para llegar al objetivo. Y la pálida silueta cargada en años asomaba en las compuertas de lo inmaculado, por el único arte de complacer su incertidumbre, mientras ella permanecía tendida en el blanco de las sábanas, donde su inocencia era robada rutinariamente por un padre ajeno. Con el correr del tiempo, el silencio fue filtrando un inconsciente postergado, para huir en diminutos escapes de conductas, y bajo un manto de fantasmas permanecía inasequible a lo real, sumida en esas antiguas sombras. Primero fue el llanto ante lo irrecuperable, luego la culpa rozando el perfume de una niña mancillada que no supo defenderse, después el abandono del ancestro como figura parental. Todo se sumaba al deterioro de su imagen, a ese rompecabezas que habitaba dentro como un fiel reflejo de la infancia. Así, el mundo fue ensanchando las moradas de su vientre en la proyección de un hijo, junto a ese furtivo amante de ocasión que nunca más volvió...
Dicen que todas las noches, bajo la oscuridad de su mirada, recorre esos mismos pasillos del ayer para acunar los sueños de su único descendiente con vida.
Ana Cecilia.
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