Él sabía que había una razón... y mientras el despreciable se acercaba a paso lento por la vereda, él lo observaba sentado en su mecedora con la misma rabia que lo había acompañado por añejas décadas. Lo miraba fijo, esperando cruzar miradas y, porque no, tal vez infundirle temor, al menos, el suficiente para obligarlo a tomar la vereda de en frente.
El despreciable venía distraído o quizás suficientemente concentrado en no tropezar con cualquier escollo insalvable para sus cortos y costosos pasos, lo que sumado a la curvatura que a su espalda le habían heredado los años, no le permitían levantar los ojos del piso más que por esporádicos segundos. A diario hacía el mismo recorrido, por años, entre las ocho y las ocho y media, por lo que para el despreciable no era necesario recordar nombres de calles ni siquiera la geografía del lugar, solamente le bastaba con contar los pastelones y seguir el único curso que formaba el cuadrante de calles en que vivía y que usaba para ir del boliche a su casa en la esquina opuesta.
Él, que se mecía aguardando, sabía que había una razón y el odio que lo invadía seguía expandiéndose a cada rincón de su ser, infinitamente, acelerando sus latidos y provocándole groseros temblores que casi lo botaban de la silla.
La distancia se estrechaba y el despreciable aún ni siquiera se percataba de su presencia, lo que lejos de complacer su orgullo era combustible para el fuego que le achicharraba por dentro.
Y seguía esperando impaciente el enfrentamiento, y, mientras le desesperaba cada vez más la cercanía, fantaseaba con secarle las corneas con su mirada y robarle la poca visión que el tiempo le había perdonado.
Finalmente, se detiene el balanceo de la silla y sin más, el despreciable comienza a pasar frente a su agitada humanidad, sosegado, imperturbable, casi desafiante, ignorante de la erupción de ira que estallaba frente a sus narices. Avanza dificultosamente y pronto, con el mismo paso lento con el que vino, emprende tranquila retirada por la vereda, llevándose otra vez lejos su despreciable ser, volviéndose otra vez inalcanzable.
Igual que cada día, él poco a poco empieza a resignarse, a mecer las ganas, y mientras impotente le ve escabullirse, se va convenciendo de que, si Dios es justo, el mañana le traerá las fuerzas suficientes para levantarse de la silla o, al menos, para musitar alguna ofensa digna de su rival, porque sabe que hay una razón... y no recordarla no es justificación suficiente para pasarla por alto.
|