REFLEXIONES SOBRE LOS ORÍGENES DE MI SEXUALIDAD
A propósito de pedófilos y otros degenerados que han dado que hablar en todos los medios de comunicación, me hice hace poco una limpieza mental a modo de regresión para incursionar en mis recuerdos. Afortunadamente en el chequeo no se avizoran huellas estigmáticas, ningún tío simpático ni ninguna violadora en potencia. Sólo queda el testimonio narrado por mi madre que contaba con mucha gracia que siendo yo un nene de meses, se acercó una señora para ofrecerme su bendición porque dicho sea de paso, yo era una guagua bien bonita. No bien apareció la dama en cuestión, yo me largué a llorar desconsoladamente y esa es la única duda que me agobia. ¿el berrinche se debía a alguna experiencia terrorífica con la vieja o es que simplemente su espantosa fealdad atacó de modo artero mi incipiente sentido estético? Es una interrogante que me aterra de sobremanera y que de algún modo me inspira para escribir sobre mis primeros pasos en el manido terreno del sexo. Primero fue simple intuición, mujeres hermosas que aparecían sonrientes en la revista Life y a las cuales yo recortaba y luego victimizaba con tenedores o con palillos escamoteados a mi madre. En el peor de los casos, las quemaba, transformando a esas sonrientes sirenas en contemporáneas Juanas de Arco que se carbonizaban, amenazando, de paso, con incendiar mi casa. El placer que encontraba en ello llegaba a mí como un calorcillo que buscaba una orientación y que debe haberse originado como un embrión movedizo en mis infantiles neuronas que luego bajaba despaciosamente hacia más allá de mis impúberes vísceras. El sexo en los niños es simple y pura curiosidad, la naturaleza le adiciona a ésta ojos, oídos y olfato. De pronto, a los ocho años, un menor aprende que puede convivir con el trompo y con las curvas de una bella chica y que es posible alternar el volantín con la sonrisa de la vecina, esa niña tan pequeña, tan entrometida y tan curiosa como nosotros y que pronto se ha de metamorfosear para convertirse en una mujer hecha y derecha, dejándonos anclados en el tiempo con nuestros ridículos pantalones cortos, con esa graciosa y titubeante voz de la edad del pavo y con el corazón irremediablemente hecho pedazos. Pero eso se cura con el paso del tiempo y sólo queda la nostalgia, esa grandísima y recurrente nostalgia que nos desangra por dentro cuando recordamos esos hermosos años que, cuando éramos unos pequeños carasucias, no sabíamos que lo eran tanto ni tampoco sabíamos que se transformarían en postales que jamás olvidaremos mientras vivamos.
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