Fue casual que te haya visto,
casual que no me hubieses advertido,
casual que subiéramos al mismo tren,
casual que nunca miraras hacia atrás,
casual que no percibieras
el peso de mis ojos enamorados sobre ti,
ni las golondrinas imaginarias
que te envié, directo desde mis entrañas.
Fue casual que, pasados unos minutos,
te encontraras con un amigo
sonrojándote al verlo,
como una quinceañera veleta,
como un cuaderno colegial
atestado de corazones
y letras en su interior;
casual que fuera testigo obligado
de un primer beso insoportable,
casual que sintiera los durmientes
de la línea férrea
como vidrio molido diseminándose
por toda la extensión
de mis maltrechas pupilas.
Fue casual,
que te sintiera pasar cerca mío,
sumida en diálogos pueriles
con tu acompañante de ocasión,
y los viera descender del tren
y cerrarse las puertas
como quien pone fin a una función maldita
para un cinéfilo masoquista;
como quien vuela para siempre lejos,
sin posibilidad de encuentro alguno,
ni esperanza, ni azar, ni volteretas.
No fue casual, sin embargo,
que tras verte descender del tren
y perderte en la multitud de la estación,
entendiera por fin lo que es el amor:
un viaje corto,
con puertas que se cierran
y el ser amado
que se confunde con la vida,
tal vez para siempre,
tal vez por casualidad.
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