Al levantarse aquella mañana lo primero que vio fue el techo carcomido y las paredes humeantes que destilaban un sabor amargo, aquel cuadro de Coca-Cola que siempre estaba colgado en esa pared ocre, y a su derecha otro rostro desconocido, sudoroso, desnudo.
De un grito sacó al desleído visitante, él tiró unos cuantos billetes sobre la mesa de noche con una lámpara de bombillo rojo y las malditas cucarachas: escurridizas, sucias, repugnantes.
El atrevido amante se vistió tan rápido como sus manos alcanzaron, en el inclemente silencio de la madrugada retumbaban los alaridos de su compañera ocasional. Indudablemente, tendría que explicar a su resignada esposa el olor a pecado de esa febril noche.
Alicia tomó los billetes. La pestañina corrida daba una triste apariencia a sus grandes ojos. Salió a calmar el hambre y el sabor indeseable de sudor ajeno con el pan duro que doña Rosa vendía en la esquina, quizás tomaría caldo.
El moho y la derrota se deslizaron por su lengua; inacabables, punzantes.
Regresó a su pieza. El humo del cigarrillo se filtraba en la piel, danzaba denso y se posaba sobre la pequeña ventana con un vaho perpetuo, cuan contrariados estaban sus labios, imprecisos a pesar del rojo carmín.
Había visto el campo en todo su esplendor – recordaba -, cuántos manantiales de sonrisas, cielos de naranjas y manzanas. Todo se nublaba después, llovía bala, ríos de sangre tiñeron margaritas, pedazos de cuerpo en el pasto, corazones lastimeros que le arrebataban el sueño. ¡No más!
Su única solución: La ciudad. Su única posibilidad: Venderse.
Era mejor no pensar en eso, solo tenia la opción de disiparse en hedores ajenos, sus senos ya ni siquiera sentían las diferentes bocas, los piropos sucios, los miembros lastimándola. Maquilló sus mejillas, minifalda corta, tacones altos, cabello descubierto.
Se sentó al lado de la puerta y a cada hombre de paso le sonreía. De pronto, la vio acercarse, hoy no le cobraría a ninguna mujer, quería otra cama, su soledad pestilente solo podría suplirla una noche de senos y cinturas discretas.
-Se acostaría conmigo? No le cobraré- Aseguró Alicia.
Ella la miro con desprecio, apresurando los pasitos entaconados cruzó la acera desentendida.
La luna se poso inclemente sobre los negros interiores de Alicia, un hombre erecto alistaba su billetera. |