Todo empezó como un juego, una respuesta grosera ante la vulgaridad del macho. Es que ella no estaba para satisfacer las fantasías sexuales de cualquier patán, menos las de él, típico mujeriego al que le da lo mismo con quien lo hace, importando sólo responder al instinto. Pero la propuesta de su colega le trajo la desazón de reconocer un vacío, la respuesta que no podía darse a sí misma. Fue por eso que le quedó resonando su propia voz diciendo –antes prefiero hacerlo con uno de los viejos que hacerlo contigo–. El rechazo a su pretendiente era lo que menos le interesaba, sino que la perturbaba saberse objeto de las fantasías de otros, y no tener siquiera una fantasía prohibida, aunque fuese pueril. En un mundo donde primaba lo sexual, ella carecía de fantasías sexuales, ni siquiera la más cliché, como si no tuviera sexo, ni deseos, ni sueños. Ella era la fantasía de su colega y debía ser la mayor de las fantasías de cualquier anciano del asilo. Pero, ¿cuál era su propia fantasía?
Todo a su alrededor era deprimente, los pasillos del asilo, con su color verde nada, los pequeños cuadros distribuidos regularmente y que nadie miraba. El olor, con esa indefinición que da la mezcla del hedor que se quiere ocultar y el falso aroma a flores que diariamente esparcían, como si fuera parte de los medicamentos. Helena en cambio era vida y energía, recorría las habitaciones cada mañana saludando a los ancianos por sus nombres, aseándolos y distribuyendo las pequeñas píldoras de las que dependía la vida de cada uno de sus viejos, que eran el paradigma de lo asqueroso en su rutina de excrementos, orines y babas.
Se enorgullecía de estar preparada para las miradas lascivas y los torpes toqueteos de los ancianos. Sus pechos y sus nalgas habían sido profusamente tocadas por ellos: era como pasarle un juguete a un niño para que no viera la aguja de la inyección. Y en el asilo, la certeza de la muerte constituía una enorme jeringa de la que todos huían. Era pródiga entregando su cuerpo a las arrugadas y temblorosas manos. Pero ahí no estaba su placer, ni lo visualizaba en ningún cuerpo o rostro joven de los que había conocido.
Después de días de darle vuelta al asunto, Helena se convenció de que carecía de fantasías sexuales y ante el vacío, se negó a inventarse una, proponiéndose realizar la fantasía de los viejos que estaban a su cuidado. Una suerte de filantropismo, un hada que cumpliría los deseos de quienes, jugaban a tenerlos y no tenían ni oportunidad ni cuerpo para satisfacerlos.
La primera vez, cedió al deseo, no al deseo carnal, sino el simple deseo de darle algo especial al viejo, algo único, que quizás pasaría a constituir su último gran recuerdo. Pero fue tan torpe como los intentos de los ancianos. La demora y turbación al asearle los genitales, más que provocar placer, hizo que la amarilla y arrugada piel del desnudo anciano se erizara producto del frío matinal. Tenía que romper la rutina que ella había construido y traspasar el control a su octogenario amante, marcar la diferencia.
Eligió para su experimento el turno de la tarde y a don Manuel, el más osado de los abuelos, quien no perdía oportunidad de estirar las manos y se amurraba cuando ella -sin acusar recibo de la agresión- las retiraba de sus pechos. Pero esta vez, al sentir el apretón, interrumpió su labor y miró provocadoramente al anciano, mordiéndose los labios en una actitud calentona imposible de ignorar. Y la reacción fue la esperada, el viejo se incorporó trabajosamente, cubriendo con ambas manos sus pechos.
– Te gusta, mi chiquilla– le dijo estirando las vocales. –Amo tus pechos de hembra y lo sabes, lo has sabido siempre. Lo dejaba hablar mientras con una mano le ayudaba a oprimir sus pechos, guiándole los dedos a los botones de su delantal, para luego asumir la tarea que al anciano se le hacía dificultosa. Con un hábil movimiento liberó uno de sus pechos, sorprendiéndose de la dilatación del pezón y de su respiración agitada. Junto con acentuarla premeditadamente, dejó salir un quejido que hizo tal efecto en el anciano, que éste la tomó violentamente con una mano en su espalda, buscando con la otra guiar el pezón a la desdentada boca. Helena descubrió que cerrando los ojos podía concentrarse en su propio cuerpo, en cómo era invadida por un intenso calor, en la dureza del borde metálico del catre, que sin darse cuenta, había colocado entre sus piernas buscando lo que no le proporcionaba el asalto del anciano. La búsqueda de una mejor posición la hizo abrir los ojos, y descubrir las pupilas abiertas y borrosas del anciano, que boqueaba unido a sus pechos por un hilo de babas. Tiernamente, lo separó de sí, recostándolo sobre un cúmulo de almohadas, vigilando su pulso y esperando que el maltrecho viejo normalizara su respiración. El viejo estiraba las manos, no para alcanzar el pecho aún descubierto, sino para aferrarse a las de ella con una mueca que esbozaba una sonrisa. Junto con devolver la sonrisa, calmadamente guardó su seno aún húmedo y abotonó su delantal, estableciendo con ello el fin de su incursión.
Esa noche, al desvestirse en su cuarto, lo hizo pausadamente, un strip tease dedicado a ella, a la piel que iba descubriendo lentamente, sus pechos, su vientre, el interior de sus muslos. Todo adquiría nuevos matices. Su ropa interior poseía olores que la hicieron pensar en el grado de excitación que había alcanzado. Repasaba lo vivido con el viejo, y lejos de sentirse sucia o culposa, sentía satisfacción al recordar la cara sonriente del anciano.
A la mañana siguiente, al tomar el turno, se enteró de la muerte de Don Manuel, lo habían encontrado sin sentido en los jardines del asilo, desnudo y con una recién cortada rosa roja en sus manos. Sólo atinó a decir –Descanse en paz don Manuel-
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