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EL EDÉN



No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido.

La Biblioteca de Babel, Jorge Luis Borges.




En cierto lugar, entre unos limoneros y unos pomelos, entre frutos caídos ya blancos y grises, estaba el niño (que era yo), dibujando con una ramita en la tierra. Un moco seco bajo su nariz que no fue quitado porque el niño estaba absorto en su creación, iría luego a parar a la manga de su campera verde oscura. De cuclillas, parecía más pequeño de lo que era en esa inmensa soledad en la que estaba, entre los pomelos y los limones grises. Otros niños jugaban lejos, en otra parte de la casa de La Abuela. Era El Edén la casa de su abuela: no conoció nunca otro lugar más bello y mágico que éste —aunque estaba lejos todavía de saberlo.
Deja repentinamente su obra, sin terminarla; el foco de su interés se había trasladado a otra parte. Corriendo, fue hacia el árbol de mango más grande del lugar. Bajo éste, tres caballetes sostenían dos largos tablones cubiertos parcialmente con manteles. Alrededor se agrupaban, entre carcajadas y conversaciones, sus tíos, su abuela y su madre. Una de sus tías espantaba a una gallina rojiza que se había subido a la mesa y estaba acechando un pedazo de pan.
El niño atraviesa el patio; un cachorrito intenta clavar sus pequeños dientes en algún tobillo de este veloz corredor; pero no logra darle alcance.
La madre estaba sentada al lado de La Abuela. La Abuela, intenta abrazar al niño cuando él pasa a su lado con palabras y ademanes suaves; pero el niño se libra de esos brazos y va donde su madre. Buscaba el regazo de su madre; buscaba quedarse dormido, acurrucado en ese regazo.
Una tía se ríe y se burla de la actitud del niño. Éste no logra su objetivo; más frustrado que avergonzado, abandona a esas personas adultas que parecen no comprender la necesidad del niño de dormirse en el regazo de su madre.
Pero pronto se olvida, parece, de su pequeño fracaso, pues ya corre hacia otro lugar (El Edén, tiene muchos lugares diferentes y muchas cosas para hacer)
El perrito, otra vez, se interesa por el tobillo del que corre. El niño lo ve y detiene su marcha, lo toma entre sus manos, y lo lleva consigo. El perrito muerde efusivamente la manga de la campera verde oscuro, y el niño finge hacer lo mismo en el cuello del animal.
Al costado derecho de la blanca y vieja casa, casi pegado a la pared, había una un arbusto muy tupido y una planta con flores blancas que eran. Bajo este complejo enramado verde, unos sapos algo, parecía, estaban conversando. Él, intenta acosarlos, haciendo uso de su pequeño amigo. El perrito no pareció comprender las directivas del niño, y se apodera de un hueso que había por ahí cerca. Los sapos seguían en sus discusiones, indiferentes a su potencial hostigador.
El otra vez frustrado niño escupe unos pelos que quedaron en su boca después de morder supuestamente al cachorro. Le irrita la indiferencia de los sapos y recorre con la mirada el perímetro del Jardín del Edén.
Hacia su izquierda, un camino de unos treinta meros viene desde la tranquera. Luego de esta está la calle de tierra y más allá un desconocido terreno lleno de maleza y árboles tupidos que no dejaban ver que había detrás.
A la derecha del camino que venía de la tranquera había un pequeño corral donde había vacas que más tardes serían llevadas a otro sitio, como se hacía todos los días. Las vacas, eternamente aburridas, rumiaban algo, y parecía que les molestaba que se las mirase (así pensaba el niño.) Un corralito pegado al antedicho, y más pequeño, contenía a los impacientes terneros.
Una modesta canchita de fútbol, seguía a los corrales. Ahí jugaban sus primos y sus hermanos. También había jugando algún tío.
El resto de la gente estaba sentada en un semicírculo debajo del árbol de mango.
El niño se quedó un poco consternado, pero no le duraría mucho este sentimiento. A él le parecía que la casa de su abuela era tan grande como el mundo, aproximadamente, y tenía ganas de explorarla. Pero nadie estaba al parecer dispuesto a acompañarlo.
Dirigió la mirada más allá de la gente que estaba sentada. Después del mango había un lugar donde su tío guardaba las cosas de los caballos, la medicina para los animales y otras cosas similares. Más allá de esto había un amplio sector sembrado de plantas de maíz. Hasta ahí él alcanzaba ver. Y esto le despertó la curiosidad.
Dudó por un rato en emprender su expedición hacia el sur del Edén, puesto que estaba solo en ello; pero igualmente se decidió a hacerlo: su curiosidad fue más fuerte que cualquier otra cosa en ese momento. Y se marchó, al fin, hacia su aventura.

* * *

El cachorro, que se había quedado entretenido con el hueso, le perdió pronto el interés a este y buscó con la mirada otras cosas con que jugar. Le llamó la atención toda esa gente corriendo y vociferando en torno a una pelota, e inclinó ligeramente su cabecita como intentando comprender esa actividad tan llamativa. No le encontró, al parecer, alguna razón lógica (pero hay que ver cuál es la lógica de los perros); sin embargo, encontró esa actividad muy atractiva, y decidió unírseles.
Corrió entonces, como lo hacía la gente, hacia la pelota y clavó en ella sus dientes. La pelota era más grande que él, y no se dejó someter con tanta facilidad: le costó mucho trabajo al cachorro detenerla. Pero pareció cometer algún error, que él no comprendió, pues un niño, de una patada, le arrebató la pelota y todos lo dejaron atrás.
El perrito no se quedó mucho tiempo en ese lugar, ignorado por los que corrían tras la pelota, y este suceso no quedaría mucho tiempo en su memoria (como suele ocurrir con casi todo.) Pronto vio, no muy lejos, a un perro flaco, adulto. Decidió ir a divertirse con él: lo creía su amigo. Llegó hasta él y quiso jugar de la única forma que le salía: lo mordió en la cola y empezó a tirar, con fingida furia. Pero al perro esto no le pareció divertido, supongo, y con un gruñido y un rápido ademán amenazante lo apartó de si. El cachorro, asustado, fue debajo de una silla a esconderse. Descartó pues a éste como compañero de juego.
Escucho risas y voces estentóreas alrededor de él y no le gustó ese ambiente. Se alejó entonces de las mujeres que tomaban mate. Encontró por ahí un palito, lo mordió y lo sacudió efusivamente; pero esto no le trajo satisfacción alguna. Recorrió con la mirada todo alrededor y no vio nada interesante que hacer. Pero algo había quedado en su fugaz memoria: el niño que le había mordido el cuello. Lo buscó rápidamente con la vista. Lo vio perderse entre el maizal.

* * *

Las ásperas hojas les raspaban la cara; alguna llegó a producirle un ligero corte en la melilla, pero no sangró nada. El sol de la siesta no podía pasar con toda su habitual intensidad entre esas grandes hojas y las espigas. El maizal superaba en mucho su estatura, y no se veía donde terminaba en la dirección que seguía el niño. Tampoco se veía ya, dónde empezaba: se había internado unos buenos metros en la espesura del maizal.
Dejó de correr por un rato y se sentó en el suelo. Sintió un estremecimiento al caer en la cuenta de su reciente soledad y le gustó esa sensación. Permaneció sentado, disfrutando de su soledad; aunque empezó, otra vez, a sentir ganas de dormir en el regazo de su madre. Pero dejó de sentirlas cuando recordó las burlas de su tía. Decidió proseguir con su expedición.
Sabía que había otro mango gigantesco (según su percepción) más allá del maizal; pero sus recuerdos eran muy vagos respecto del lugar. Recordaba que estaban, una vez, unas primas comiendo mangos, y que él las había seguido. Sospechaba que no mucho más allá del mango finalizaba la casa de su abuela, y esa idea no le gustaba mucho: le gustaba imaginar que la casa de la Abuela era infinita.
El clima era cálido; aunque era invierno. Eran como las dos o tres de la tarde; unas horas de mucha calma y somnolencia en ese lugar; pero el fresco que en general se sintió en la mañana mantenía a todos despiertos. El niño no acostumbraba dormir la siesta en la casa de la Abuela: a veces las camas tenían un poco de tierra entre las sábanas, y eso le quitaba las ganas de dormir. Prefería aquel regazo que estaba inaccesible por el momento.
La imaginación del niño era proverbial y a cada paso encontraba muchos estímulos. En realidad, era eso una de las causas que le hacían considerar el posible carácter místico de la casa de su abuela: todo el lugar era una fiesta para la imaginación de cualquier niño. Imaginó que corría entre los árboles de un bosque, escapando de unos asesinos que reclamaban su cabeza; porque, de pronto, él era Robin Hood. Corría y se ocultaba de sus acosadores, entre los supuestos árboles, intercambiaba opiniones con un ficticio cómplice que se ocultaba con él. Tomó una rama del suelo. Y ya no eran árboles los tallos del maíz, sino los mismos enemigos. Derribó a unos cuantos con su espada y armó un revuelo de hojas y espigas.
Pronto se vio cubierto de los finos y dorados pelos de las espigas y ya no le pareció divertido. Igualmente, se sintió satisfecho al ver el producto de su defensiva: se encontraba en una especie de círculo formado por los maíces que derivó; eran bastantes. Recordó que su objetivo principal era llegar hasta el mango que estaba después del maizal, y siguió con su camino. Decidió quedarse con la rama que fue su espada y la que le salvó de ser asesinado. Y fue arrancando, con ágiles golpes, algunas hojas al pasar. Tiempo después, descubrirían la obra de este inocente niño, pero ya estaría él muy lejos para ser castigado.
Llegó hasta el final del maizal y encontró ahí cerca al enorme árbol de mango. Todo el perímetro que cubría este con su sombra no estaba tapizado de maleza, sólo era tierra y hojas secas y mangos podridos amarillos y marrones. Cuando estuvo a la sombra del mango, miró hacia arriba. Las largas e intrincadas ramas se entrelazaban con el color verde intenso de las hojas, y, entre ellas penetraba la luz del sol. A tan elevada altura sobre su cabeza, esta inmensidad y belleza, le fascinaba. Oía el canto de algunos gorriones, el arrullo de las palomas gordas y grises, el sonido suave de las hojas; un gruñido grave, ambiguo, como de perro...

* * *

Un ambiente húmedo, frío, oscuro. Entre las ramas, él podía permanecer en relativa paz, lejos de los seres vivos. Permanecía en una tétrica contemplación, sumido en eternas meditaciones. No le gustaban las ramas de aquel árbol porque en ellas pudiere trepar o balancearse —de hecho, estas eran actividades irrealizables para él—, sino justamente por esa oscura, fría, húmeda tranquilidad que le brindaba, lejos del objeto de su martirio. No le gustaba la luz del sol, no le gustaba que pasase a través de él; no le gustaba el calor, porque ya no lo sentía; no le gustaba que el aire esté seco, pero eso era solo en el invierno, el aire seco atraía a los seres vivos, cualquiera sea su especie: los vivos le escapan a la humedad en invierno... No estoy hablando ni del niño ni del perro, sino de un fantasma que habitaba en un árbol de mango enorme, el cual era su refugio.
Algunos pájaros no le temían, y le hacían compañía. Él los respetaba y los admitía como amigos casuales. Por eso, en este árbol, solo había gorriones y palomas y otro pájaros.
Había tenido él, en otros tiempos, una existencia para nada conspicua, simple, y todo lo había perdido en un fatal giro de las cadenas del destino –cadenas, en el sentido de causalidad y en el de prisión. Lo cierto que es que esa existencia simple le había otorgado su añorada felicidad. Fue una persona sociable, amante de las amistades y de la familia: su gente era la fuente de toda su alegría. Le alegraba infinitamente poder compartir con sus iguales. Amante de las fiestas, de las reuniones, alegraba a todo el mundo con su vivacidad. Pero no llegó a conocer mucha gente: vivió él en una zona campesina y de pocos habitantes. Murió después de haber tenido varios hijos y una adorable esposa.
Odiaba a los vivos; los mantenía lejos de sí con sus artimañas para asustar (las cuales no necesitaba, puesto que el solo verlo ya aterraba a la gente.) Claro que no fue así al principio. Cuando se dio cuenta que aún seguía en este mundo después de haber muerto, se alegró de conservar cerca de sí a sus seres queridos; pero poco tiempo duró aquel consuelo: en realidad, había perdido a sus afectos para siempre, y, peor aún, estaba condenado a verlos por todos lados. Así empezó a dolerle, en su etérea constitución, tener que contemplarlos sin poder estar físicamente con ellos. Más grande fue su aflicción, y fue el colmo de su desdicha experimentar por primera vez lo que se siente ser objeto de terror. Y así se volvió misántropo. Se alejó de la gente, porque la gente le dolía, y los espantaba de sí. Una tarde, vio llegar a un intruso y esto despertó en él un gran enojo.

* * *

La fugaz memoria del cachorro lo dejó entretenido con unas hojas en el maizal. Este le parecía tan extenso, pero no temía perderse en él. En su camino encontró un espacio considerable de tallos rotos y dispersas ramas, producto, pensó él, de aquel niño que se le parecía. Esto lo entusiasmó y decidió buscarlo; no recordó que, justamente, había llegado hasta ese lugar buscando a ese niño.
Parecía formarse un camino sutil hacia cierta dirección en la cual divisó una rama seca y su incipiente intuición canina lo llevó en esa dirección. Sus pequeñas extremidades se esforzaron por dar grandes avances en la inmensidad del maizal. La luz del sol, que con dificultad penetraba entre los tallos y las hojas, hacía resplandecer su pelaje pardo medio atigrado. Este perro tenía una particularidad física: cinco dedos en ambas patas traseras; la mayoría de los perros, creo, solo tienen cuatro.
Cuando logró salir del maizal se encontró con el niño, de pie, frente a un árbol gigantesco, y corrió hacia él para llamar su atención y jugar, dispuesto a clavarle los dientes como agujas en los tobillos o donde sea. Pero en su camino hubo de detenerse, porque vio una figura translúcida y muy amenazante la cual inspiró su más profundo sentimiento de alarma, y se desarmó en enérgicos y agudos ladridos, procurando asustar a aquel ser extraño que de repente estaba frente al niño y que parecía tener la intención de infringirle algún daño. Como éste no se inmutara ante sus feroces amenazas, el cachorro, totalmente seguro de su propia peligrosidad, se lanzó hacia la figura dispuesto a destrozarlo. Pensó en defender también a su amigo de aquel extraño; no se percató de que el niño no demostraba el más mínimo sobresalto hacia aquel aterrador sujeto. Al llegar a él intentó hundirle los dientes y las garras; pero no consiguió más que seguir de largo en su corto salto, atravesando al enemigo sin causarle ningún daño. Pronto se reincorporó, tras haber dado unas vueltas en el suelo, y no hizo otra cosa más que ladrar y ladrar con un tono agudo, insoportable.

... El niño a un hombre que lo miraba fijo, casi camuflado, desde un rincón sombrío en la cúpula que conformaban las hojas y las ramas del árbol, con ojos grandes, encendidos; con sus manos y pies se sujetaba de las ramas; su ropa amarillenta, toda rota, sucia; su piel gris; sus cabellos largos, enmarañados, negros; se le notaban todas las costillas entre los agujeros de su camisa amarillenta. Trepado del árbol, gruñía con un tono grabe, que dejaba de ser ambiguo al ver quién lo producía: ahora era bastante expresivo. El gruñido se convirtió en grito y este en palabras increpantes. Soltó sus manos y pies de las ramas y, como flotando, cayó lentamente hacia el niño con los brazos en alto mostrando largas uñas, dedos flacos, y también oscuros y feos dientes, abriendo la boca, retorciendo su lengua; gruñendo, pero silbando, insultando, tosiendo, escupiendo, gritando... al mismo tiempo.
¿Acaso el niño se asustó al ver esto? No, para nada. Solo lo miró con pena, con lástima, y vio en los ojos el verdadero sentimiento del fantasma y notó en ellos una infinita tristeza inabarcable para él; pero aún así pareció comprenderla.
El fantasma casi tocó la cara del niño con la suya; se retorcía en forzadas muecas que no hicieron más que provocar cierta repugnancia en el niño al sentir su hedor y ver de cerca esos dientes. El fantasma cayó en la cuenta de que el niño no le temía.
—Vos no me podés tocar— dijo el niño —, y por eso es que te enojás. Y por eso también, yo no te tengo miedo: no podés hacerme daño... ¿Por qué estás tan triste?
El tono con el que le habló niño dejó perplejo al fantasma: inesperado fue ese comentario tan directo y que le tocó hasta lo más profundo. Y con lagrimas secas de fantasma, se puso a llorar amargamente. Agazapado, parecía que su tamaño se redujo a mucho más de la mitad de la estatura del niño. Con increíble agilidad, como la de un mono, se incorporó, se prendió del tronco del mango y ascendió por sus ramas, se perdió entre las sombras en menos dos segundos, y ni el niño ni el cachorro pudieron ver dónde se escondió. Solo se escuchó un llanto triste, desgarrado; un llanto que contagió al niño y también al perro. Pero el llanto del niño cesó al callar primero el fantasma. Sólo se escuchó un grabe, leve, y constante murmullo, quejoso como un gruñido, que provenía de entre las ramas del árbol. Fue haciéndose cada vez más bajo y ya no se escuchó más. El niño quedó con gran curiosidad, mirando hacia arriba, buscando al fantasma.
El pequeño animal corría hacia cierta parte, ladrando, como si escuchase que alguien se acercaba, y el niño, que se dio cuenta de esto, se dispuso a seguirlo, dejando al árbol y al fantasma. El perro se perdió de pronto entre un matorral, y el niño también.

* * *

Los abrojos se le adherían a la ropa, y el niño detestaba ensuciarse. El perro avanzaba mucho más rápido que él, por su tamaño minúsculo. Los rulos se le enredaban en algunas ramitas y le tiraban el pelo. Había muchos mosquitos y cascarudos y otros insectos... El perrito ya no ladraba. En su avance presuroso, ocultando su cara por miedo a pincharse los ojos, no pudo ver su camino y se topó con un cuerpo blando, seco y cálido y ya nada de maleza porque había cruzado a otra parte. Su cara se puso colorada por el esfuerzo que le tomó atravesar la pequeña espesura, y sus cachetes se mancharon con un poco de clorofila, al igual que sus pantalones.
Unos ojos enormes, verdes, lo miraban a él... los ojos de una niña que en sus brazos tenía al cachorro que mordía con avidez la manga de su saquito de lana. Ambos se miraron en silencio, y la niña era muy hermosa.
—Hola— dijo —, me llamo Estercita.
El niño estaba como agachado y se puso de pie; se vio algo sucio y despeinado, le dio vergüenza. Miró con recelo a la niña. Pero luego cambió su mirada y le preguntó:
—¿Vos de dónde sos? No te conozco... ¿Cuándo cruzaste el maizal?.
—¿Qué maizal?— preguntó —. Vengo de allá, de la otra cuadra— dijo, señalando con el dedo a la izquierda y hacia atrás.
Entonces vio que, tras Estercita se extendía un alambrado y que, después, había una calle de tierra y una esquina y, más allá, algunas casas. Y, con la cara de alguien a quien le dice su madre que ha terminado la hora del juego y que es hora de hacer la tarea o que hay que ir a comprar pan o quedarse en el “negocio” para avisar si viene gente, él niño miró a su alrededor y experimentó el desengaño. Y culpó a la niña por ello, porque que ella le mostró, lo empujó a la realidad. Molesto, volvió por donde había salido, molesto por haber sido expuesto a tal desengaño, por tener que atravesar nuevamente el yuyal... Lastimado su orgullo, volvió donde el árbol y el fantasma. La niña, con el perro en brazos, lo siguió.
Una vez del otro lado, otra vez sin un objetivo, corrió hacia el árbol e intentó treparse en él. Sus brazos y piernas eran muy cortos como para alcanzar las primeras ramas y el tronco era demasiado grueso para abarcarlo y treparlo: era una tarea difícil y el niño ya estaba entusiasmado con el desafío, pero seguía todavía un poco enojado.
Estercita salió de la maleza y soltó al perrito que corrió a donde el niño. Una dulce sonrisa se dibujó en su rostro, mientras presenciaba ese espectáculo: el niño, que intentaba subirse al árbol y no podía, y el cachorro que le mordía la zapatilla. Quería saber por qué el niño estaba enojado; aunque, lo veía con claridad, y sonriente caminó despacito hacia el árbol y hacia el niño. Al contemplarlo, sintió pena por él, porque lo vio muy solitario.
Puso (el niño) su pie, de casualidad, en una raíz y consiguió elevarse un poco; pegó con el talón el hocico del cachorro y este rodó por el suelo, para luego volver a lo suyo. Hasta que el perro no pudo morder el pantalón del pequeño, porque este ya estaba trepando por el tronco y ya alcanzó la primera rama: no tardó en estar arriba de ésta y en escalar más hacía las alturas sombrías, frías y húmedas.
La niña lo vio subir y perderse, con lástima, porque quería jugar con su nuevo amigo y a ella no le gustaba trepar los árboles; así que se quedó ahí abajo, a la sombra del mango, esperando que el niño que deje de estar enojado y baje a jugar con ella; se quedó con el pequeño perro. Se preguntó de qué se está escapando ese niño.

Tenía un poco de miedo a las alturas. Y enseguida la niña y el perro se veían algo lejanos al mirar hacia abajo. Pero decidió seguir subiendo. Su objetivo era encontrar al fantasma. La luz del sol no entraba en esa zona del árbol debido al denso follaje: el frío se hizo sentir y también la humedad.

* * *

Retrocedamos ahora unos minutos en el tiempo. Algo hubo ocurrido a todo esto con el fantasma. Veamos:
Trepando, mitad flotando, hacia lo más sombrío del árbol, huyó el triste fantasma, triste, como nunca antes se había sentido: era la tristeza del desengaño espiritual más profundo. Se quedó agazapado entre unas ramas en donde él se había hecho algo así como un nido y en donde él acudía cada vez que lo invadía la melancolía. Lloraba, muy triste, viendo tan claramente su soledad y sintiéndose desnudo al no tener más su mascara de odio.
Las pocas palabras del niño le despertaron le hicieron darse cuenta de las verdaderas raíces de su odio a los seres vivos. Odiaba él a la gente, porque en realidad no podía aceptar su gran soledad y culpaba a las personas de su padecimiento.
Se preguntó a cerca del destino, a cerca del sentido de la vida después de la muerte; intentó descubrir las razones y las causas para estar en semejante soledad. Y su llanto y sus murmullos se interrumpieron suavemente, sobrecogido por una presencia que nunca había sentido, pero que le era tan profundamente familiar: una presencia que llegaba hasta lo más profundo de su etéreo corazón. Pareció sentirse, por primera vez, acompañado.
La humedad y el frío, también la sombra, se tornaron a sus respectivos opuestos de una manera muy suave y delicada, y el aire cálido y seco, impregnado de un sutil resplandor solar, le acarició el rostro y desvaneció sus lágrimas. Y una voz que parecía tener mil años, le habló con palabras de sabiduría.
—Hermano mío, compañero— fueron las palabras con las que comenzó esa voz su discurso— ¡Cuántas veces te he visto así, triste, sintiéndote tan sólo! Escondido como un niño pequeño entre mis brazos ¡Cuántas veces sentí el calor de tus secas lágrimas que caían entre mis dedos! ¡Tantas veces he querido hablarte! Pero un ángel me decía que tenía que esperar, esperar el momento en el que serías tú capaz de escucharme. ¡Hermano mío, compañero! ¡Es ahora el momento anunciado por el ángel! ¡Ahora puedes escucharme! ¡Cuán felices seremos los dos, ahora que nos podemos hablar!
>>Nunca estuviste solo, siempre estuve, yo, abrazándote, dándote mi protección; pero tú no lo sabías: no estabas preparado para comprenderlo; pero ahora es el momento en que ya lo estás y ya puedes escuchar mi voz.
El fantasma, que aún vertía lágrimas (pero ya no de tristeza), miró a su alrededor con sus húmedos ojos y vio que la cálida luz del sol penetraba como nunca antes ente las hojas y las ramas, y lo hacía por un especio que se hizo en cierta parte: vio como las ramas se desplazaron y las hojas hicieron lugar para que entre la luz. Puso las palmas de sus manos en la corteza de las ramas y ya no la sintió fría y enmohecida, sino cálida, como si fueran brazos, como la piel de su amada mujer, como los besos de su madre, como los abrazos que le daban sus hijos en la época que él volvía de trabajar... Y supo de quién era la voz y quiso seguir escuchándola y permaneció en silencio —ya una dulce sonrisa se insinuaba él.
—Hermano mío— siguió el árbol diciendo —, yo soy el que fue, en otro tiempo, padre de la familia tan numerosa que del otro lado del maizal escuchas que ríen y son felices. Un mensaje que, en su tiempo, me lo dio un ángel a mí, hoy me toca dártelo a ti. Escucha con atención.
>>Amaste mucho a tu familia, y verás que ese mismo inmenso amor, te arrojó a la muerte y a esta soledad de la que tanto te quejas. Ese amor que creció en tu corazón trajo consigo un destino de la entrega más grande y absoluta que deberás hacer por amor. Este es el destino de tu alma; ahora es cuando el verdadero amor debe lucirse.
>>Fácil fue amar cuando estabas en compañía y cuando besos, caricias, palabras, miradas y demás podías recibir; pero ¿dónde quedó ese amor cuando te viste carente de esos regalos?
>>Tu aspecto espantoso, aterrador, crecía conforme alimentabas tu odio, y, cuando más te negabas a aceptar tu muerte y tu soledad de fantasma más tu aspecto espantaba a la gente. Mírate ahora, cómo tu aspecto se modifica al disminuir tu odio, al comprender estas palabras, al recobrar tu amor... ¿No es cierto que la gente se espantaba de tu terrible aspecto? ¿No fue eso el origen de tu tristeza? Y ¿no seguiste después afeando más tu espíritu, espantando por propia voluntad? El más grande amor implica dar la vida por lo que se ama, y con la vida que se entrega, se va todo, se entrega todo... Y eso deberás de hacer. Pero no estarás nunca más solo, porque te irás tú mismo también, en la vida que entregas, y estarás unido a los que amas, como nunca lo estuviste: cuanto más ames, más dejarás de formar parte de ti mismo, para formar parte de eso que amas.
>>Así es, tu imagen dejará de espantar; pero no es vayas a volver a ser un ser humano: serás como la brisa, serás invisible... serás imperceptible para los sentidos; pero no para los del espíritu. Así viajarás, con el viento, hacia donde está tu familia, que tiempo hace que no la ves, y con ellos estarás por siempre, para protegerlos, como lo hacen todos los ángeles ¡Eres un ángel, ahora! Y formarás parte de sus almas ¡Estarás unido a ellos! ¡Mírate como desapareces a medida que aumenta tu amor! ¡Ya casi no te veo, querido amigo! ¿Sientes como el viento te estira hacia tu familia? ¡Deja de ser, disuélvete! ¡Se un ángel!

* * *

Las ramas, difíciles de trepar y a gran altura, le ofrecían todo un desafío al pequeño, de brazos y piernas cortos, lo que le hizo dudar por momentos en seguir con su búsqueda. Con mucho miedo —no podía evitar mirar hacia abajo a cada rato y ver el suelo tan distante para él— se sujetaba a las ramas húmedas y frías con mucha fuerza; su avance era lento.
Pero, de pronto experimentó una sensación extraña de pérdida repentina del miedo a caerse y su trepar fue más ligero y con más seguridad. Empezó entonces a ganar altura con mucha agilidad. Sintió, también, un cambio en la temperatura y en la densidad del aire.
Al levantar la vista en alguna dirección por encima de él, vio una zona extrañamente iluminada y se decidió por buscar al fantasma en ese lugar. Éste no estaba muy lejos: no tardó en llegar; para ello, debió dar algunos saltos entre unas ramas peligrosamente alejadas entre sí, debió colgarse de unas ramitas muy finas y débiles que realmente no hubiesen soportado su peso de haber permanecido en ellas más de un par de segundos, pudo caminar con gran equilibrio por unos gajos que se balanceaban, sin caerse en ningún momento. Su satisfacción, debido a estas proezas jamás antes logradas por él, era indescriptible. Ni que decir que ya no miró más hacia abajo y ya no le preocupó más ir ganando altura ni el aumento del peligro.
Y así cayó con ambos pies, y se prendió luego con las manos, en un gajo, sobre el cual caía como cascada una cálida y mágica luz solar. Ahí encontró, ya casi completamente desvanecido e imperceptible, una figura humana de increíble belleza y de resplandor angelical. La sensación de paz y dulce alegría que el niño sintió al verlo y al estar en ese místico lugar, fue tan maravillosa para el niño, que quiso permanecer ahí para siempre.
Entonces, interrumpiendo por un instante su estado contemplativo, el difícilmente visible fantasma, se volteó ligeramente y, con una mirada de sorpresa, vio al niño, que lo contemplaba fascinado.
—Y vos— pregunto el fantasma, con suavidad —, ¿cómo llegaste hasta acá?
—¿Me puedo quedar— preguntó el niño con una mirada suplicante, como sabiendo que era imposible y sintiéndose triste por ello.
El fantasma sonrió comprensivo y paternal, y se incorporó en sus dos piernas y se acercó al niño.
—Parece que sabés que no es posible— le dijo y posó su mano en la espalda. Entonces la mano que no podía tocar pudo transmitir el sentimiento y el niño agazapado, triste levantó la vista y logró sonreír. Nunca había experimentado la paz y la alegría como en aquel lugar; quería quedarse así para siempre.
—Yo me quiero quedar acá con vos— y una lágrima se deslizó en el pequeño rostro.
—Cada cosa tiene un lugar en el tiempo... ¿Por qué no estás con tu familia?
No supo responder y bajó la mirada. El fantasma no necesitó respuesta, y guardó silencio. El niño llevaba también la marca de la soledad, en la frente.
—Algún día va a llegar tu hora; pero tenés, primero, que recorrer un largo camino. Aunque ahora no lo puedas comprender. Te voy a ayudar a bajar, ¿si? Yo ya me tengo que ir.
El niño asintió. El fantasma pudo tomarlo entre sus brazos invisibles y lo dejó a los pies del árbol. Se despidió y ya no se sintió su presencia.
Miró a sus costados; ya no estaba Estercita. El perro vino a su encuentro, pero el niño lo apartó de sí con el pie. Suspiró, y ya su curiosidad no le empujaba hacia ningún lugar. Decidió entonces volver con su gente, sintiéndose resignado. El cachorrito le siguió.
Las hojas secas del maizal crujían al paso del niño, y también lo hacían con los pasitos acelerados del perro. El niño sintió compasión de aquel cachorro al cual tan poca atención prestaba y se detuvo a alzarlo. El perro con la lengua afuera de cansado que estaba, se acomodó en los brazos de su amigo.
Cruzaron el maizal, el niño dejó al cachorro en el suelo, corrió hacia el tanque de agua; bajo éste, todos sus primos hacían cola para lavarse las manos; en la mesa, bajo el árbol de mango, su madre cortaba en porciones una torta: era el cumpleaños de una prima.

* * *

A Estercita la volvería ver, pero con otros nombres y con otras caras; siempre, la perdería de la misma forma.
Años más tarde, los habitantes del Edén, construirían una casa al otro lado de la manzana, junto al árbol. Y el alma del Abuelo pudo cuidar, como un ángel, de toda su familia. Y, a partir de esta historia que cuento, todos ya sabrán este pequeño secreto que estaba destinado a saberse.

- FIN -

Texto agregado el 11-05-2005, y leído por 335 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-11-2005 jaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa sta lindooooooooooooo FRANZSL
 
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