Los fantasmas.
Dicen que hay que elegir muy cuidadosamente a nuestros enemigos. Yo, en cambio, prefiero la idea de que hay que afinar el ojo a la hora de reconocer a uno de esos espectros que nos inquietan y nos atemorizan. Es fácil librar una guerra, lo difícil es sentirse conmovido, y esto último es lo que consiguen los de la sábana blanca. Habla la canción de una mujer innombrable que huye, y como el día está nublado esa señorita se me pareció mucho. Me reconozco mujer. Me puse a pensar entonces para quién seré innombrable, para quién soy un fantasma. Lo primero que hice fue echar cuenta de los míos para evaluar si existe la posibilidad de que la relación fantasmagórica sea correspondida.
Yo sé que soy un fantasma para El. La duda respecto a si no será mi propio y gran amor propio el que me hace estar tan segura de ello me importa un coño. Soy uno de sus fantasmas predilectos, de esos que lo sorprenden por lugares en los que daba todo por conocido. Lo que no entiendo es por qué diablos El también acabó convirtiéndose en uno de mis fantasmas. Uno de esos que están condenados a seguir siéndolo eternamente, de los que sabemos que ya nunca podrán ocupar otro espacio-tiempo más que el de nuestra propia cabeza. Y no: no está muerto. Pero sí está condenado por el santo tribunal de mis tres personalidades a no escaparse de su condición espectral.
Mis tres yoses. Ellas sí que vivieron en carne propia eso de conocerlo cuando aún gozaba de voz, piel, olor, risa. Yo sencillamente me encargué de huir, cual mujer innombrable. Lucía, Carla e Hilda, tales los nombres de las que se disputan el dominio de mis actos, tienen cada una un 33.33 por ciento de personalidad. A mi sólo me queda un 0.01 por ciento. Pero nadie podrá decir que no soy hábil para usar esa cuota de poder y desestructurarles la existencia a las tres. Aún así, en este momento las tres me obligan a reconocer que también es cierto que cuando me doy cuenta de que incurrí en un capricho que sólo acabó fragmentándome a mí, me es casi imposible presionar sobre ellas para intentar revertirlo. Ellas no creen en eso. Y seguramente hacen bien. Por algo la de los fantasmas soy yo y ellas las que conocieron a El cuando aún era voz, piel, olor, risa.
Fui yo quien lo dejó. Ante una Hilda con los ojos decaídos por tan poca entereza moral, una Lucía que lagrimeaba porque ¡vaya si le gustaba jugar a las escondidas con El!, y una Carla que hasta se había permitido alguna ternura por sobre el sexo (ella entiende que no son exactamente lo mismo). Pero por capricho, o un estúpido capricho, o simplemente un estúpido, pero en todo caso siempre por un masculino, fui yo quien huyó. Como no soy capaz de sentir voz, carne, olor, risa, sino simplemente a la posibilidad del fantasma, me asusté. Se sabe que a los fantasmas es mejor tenerlos lejos. Aunque en los días fríos se me haga insoportable eso de encontrarme conmigo misma, a solas, sin ellas que se han quedado sin El.
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