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La neblina no me deja verla, pero yo la siento. Siento el frío líquido cayendo por mis fosas nasales sin velocidad, siento mis sienes y cómo laten cada ves mas fuerte. No se ve nada. Mis pies están totalmente congelados, y mis dedos, húmedos por la neblina q traspasa ya mis zapatos. El aire está espeso. La balsa se torna, de un lado a otro, en vaivén, con tal “pesadez” q uno se siente mal de el solo hecho de estar encima de ella. Los dos vamos cabizbajos. Sentimos el peso del invierno, de la huída. De pronto, chocamos. «Dije q la sentía cerca». Llegamos. Roberto baja de un salto. «No puedo entender como se mueve con tanta agilidad, siempre». Levanto la pequeña lámpara que nos había estado intentando alumbrar durante el camino, y me dispongo a bajar. Pero tropiezo, caigo de cara contra el suelo y me desmayo al instante.
Al despertar me encontraba debajo de un puente. Roberto había guardado la balsa, dejándola cubierta por unas ramas. Seguía medio mareado.

* * *

Hay un viejo hospedaje abierto. Los ladrillos están deslucidos, las paredes descascaradas. La puerta de madera tiene un pequeño hueco en la parte inferior izquierda, y un dibujo de un león al centro, con pintura dorada. Desde las ventanas del segundo piso se escuchan todo tipo de ruidos. El grito apagado de una mujer, terminó por dejarme paralizado. Roberto sacudió la cabeza y se acerco a la puerta, dispuesto a tocarla. Al momento de estirar el brazo para tocar, la puerta se abrió de golpe y salió un hombre que parecía ser el dueño del lugar, cargando encima de sus hombros a otro, un poco más pequeño, de ebriedad evidente. Lo dejó a un lado y se volvió hacia nosotros. «Dos niños como ustedes no deberían andar solos a estas horas de la noche, y menos en Wildhelm» dijo mientras sonreía sarcásticamente.
«¿Wildhelm?» dijo Roberto volteando hacia mí. «Te dije que deberías haber doblado a la derecha en aquel bosque de totoras» agregó rápidamente. «¿Bosque?». «Da lo mismo, habían miles». Luego de una discusión que no merece ser contada, terminamos por convencer al hospedero de que nos deje dormir una noche, y si queríamos quedarnos más, trabajaríamos para él. Subimos por unas escaleras de caracol que, no sé por qué, me parecían conocidas. Sí, eso, eran iguales a las de la casa de Roberto. Pero, ¿qué hacían aquí unas escaleras iguales a las de su casa?. Pronto llegamos al cuarto. Era el último piso, creo que era un ático. Todo estaba lleno de polvo. Habían dos cuadros en las paredes, pero no se llegaba a ver las imágenes en ellos pues la suciedad ya era excesiva. Intenté despolvar uno de ellos. En seguida todo el polvo voló por el cuarto, e inevitablemente, lo respiramos. «Esta no duermo» dije casi sin aliento. Lo poco que llegué a ver era la imagen de un rostro, casi de perfil. Era una mujer bellísima. Tenia el pelo lacio y una espalda...

* * *

No pude dormir: soy alérgico al polvo, y en ese cuarto había más polvo que aire. Poco a poco, fue bajando el polvo que se había levantado al comenzar la noche, y poco a poco fue yéndose mi alergia. El problema fue que justo cuando me estaba comenzando a dar sueño, y cuando comenzaba a poder respirar sin tener que levantar los brazos; despuntó el alba. Unos cuantos gallos habían cantado hace ya una hora, pero el sol recién empezaba a salir. Roberto se despertó con el primer rayo de sol que entro por el tragaluz. «¿Dormiste bien? Yo he sido todo un tronco» dijo todavía entre bostezos. «Dormí con los ojos abiertos...» le respondí sin pensarlo. «Eres un idiota» dijo levantándose y dirigiéndose al baño, si es que se le puede llamar así. Era un inodoro y un lavadero, en medio del cuarto, sin tapa, ni mucho menos, agua. Lo único que impedía que otros mirasen tus “defectos” era un biombo completamente roto, pero parchado excesivas veces para que pueda cumplir su función. Mientras él debutaba en lo que hemos quedado en llamar baño, yo me acerqué de nuevo a la figura del cuadro. Esta vez llevé las precauciones necesarias: una chalina alrededor de mi cabeza, tapando mi boca, y una pequeña franela que encontré tirada en una esquina. Antes de limpiar el cuadro de la mujer, decidí limpiar el otro. Sentía como si algo me llamara. Lo limpié de dos tirones. Y terminó apareciendo un cuadro ya muy conocido para mí. Era el cuadro de mi abuelo, el que estaba en mi sala, en el medio del comedor. «Era imposible que exista otro igual, a menos que... no, no creo». Me atemorizó un poco, me dejó confundido, de nuevo. De pronto, sentí como si unos ojos me estuvieran viendo.


* * *

Comencé a limpiar poco a poco, comenzando por el rostro, y destapando poco a poco el hermoso cuerpo de una mujer. No era demasiado mayor. «En relación a mí, claro». Habrá tenido, en el momento en que fue retratada, unos veinticinco años máximo. Su pelo lacio se esparcía en su espalda desnuda. Estaba semi-cubierta por unas sábanas, pero de la cintura para arriba estaba completamente desnuda. Estaba de espaldas, ya lo dije, pero la cara apuntaba a mi cara, y sus ojos hacia los míos. Quedé paralizado justo en el instante que comencé a verlos. La espalda, era imposible describirla. No podía. Con las justas pude cerrar la boca al darme cuenta de que estaba abierta, ya hace como diez minutos. No podía despegarme del cuadro. Muchos ruidos. Una piedra atraviesa un vidrio y entra rodando hasta el centro de nuestra habitación.

* * *

La calle estaba repleta de gente, todos protestan, todos hablan de los mismo. Todos gritan, todos insultan. Atravesando a la multitud, una vaca de completo color marrón, corriendo a toda velocidad, se tropieza y muere aplastada. A mi izquierda, los perros muerden sin clemencia. Un hombre ha perdido el brazo derecho y la mitad de una pierna. A mi derecha, mujeres son violadas por hombres enfermos, hombres manchados, hombres asquerosos. Frente a mí, parado, un niño de estatura mediana. Me observa, lo observo, nos observamos. Una bala, la primera, atraviesa su cerebro a toda velocidad, dejando el camino libre para el chorrear de la sangre. Cae al suelo y, con él, mi corazón. Mis ojos no pueden seguir observando. Despierto.

* * *

La arena es pálida, ya no hay neblina. Tengo la mano llena de sangre; supongo, la cabeza también. Levanto el cerebro del suelo, con mucho esfuerzo. Roberto está a mi costado, parece recién llegar de algún otro lado. Trae consigo a un señor gordo y calvo. Me mira, me miran; los miro. «Ya debe estar mejor, no se ve tan mal» le susurra Roberto al hombre gordo. «Revisémoslo» responde el hombre y se acerca a mí. Me toca la cabeza. «Duele». Me desmayo de nuevo. Me confundo otra vez. Solo alcanzo a reconocer, ahora sí, la espalda de Nicole.

Texto agregado el 10-05-2005, y leído por 113 visitantes. (0 votos)


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