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Desde el río soplaba un viento frío, las hojas doradas y resecas por la soledad del otoño caían y caían sin cesar llegando al suelo de donde, inevitablemente, eran alzadas por el efecto del viento. Mas yo no las observaba, pues estaba, como siempre, concentrado en ella. Solo en ella
El aire espeso no nos dejaba respirar; en realidad no era el aire lo que nos sofocaba, sino la idea de estar juntos uno frente al otro mirándonos fijamente. Desde todo mi cuerpo, a través de mis ojos, salía esa sensación; esa sensación que no nos dejaba movernos ni pronunciar palabra alguna. Esa sensación tan fuerte que viajaba atravesando el viento a gran velocidad. Llegaba a ella y entrando por sus ojos la hacía temblar.
De un momento a otro nos hicimos concientes de nuestra situación: «estábamos en una lucha de miradas» en la cual el ganador sería el del amor más grande. Así que nos adentramos en nosotros mismos, juntándonos el uno al otro; mirándonos.
Aun más fijas que antes, las miradas se entrelazaban en el aire sin que ninguna dejara pasar a la otra. Y poco a poco nuestros cuerpos dejaron de recibir el amor de nuestras miradas, el cual al ser dejado en el aire era disuelto por el viento. Nuestros ojos fueron cansándose y nuevamente, no podíamos respirar. Estábamos en medio de aquella lucha cada vez más dura, pero que al mismo tiempo entablábamos cada vez con menos fuerzas; cuando empecé a sentir aquella nueva sensación que nunca jamás olvidaré. Aquella sensación helada comenzó a recorrer mi cuerpo como si lo conociera a la perfección. Comenzó por los pies, provocando escalofríos alrededor de las piernas. Siguió subiendo congelando todo a su camino. Nuestras miradas todavía rígidas se derrumbaron abandonando la lucha, y pudimos observarnos de nuevo. Ella también lo sentía. Aquella gota helada que recorría nuestros cuerpos sin la más mínima intención de respetar las leyes de gravedad, estaba dejándonos aún más inmovilizados que antes. Hasta que llegó a la cumbre… A la cumbre de nuestros cuerpos, la cabeza. En el mismo instante que terminó el recorrido, se desvaneció, y con ella la sensación de frío. En ese mismo momento mis sentidos se agudizaron y empecé a sentir…
Sentía cómo mis pies cada vez se internaban más en la oscuridad de la tierra y cómo comenzaban a alimentarse de ella y cómo ese alimento atravesaba mis venas y cómo aquel alimento eliminaba -ahora por completo- el frío de mis entrañas.
Escuchaba el sonido de un río cercano, de sus piedras rodando, del agua rozando las raíces de los árboles más cercanos a la orilla. Sentía como mi piel se erizaba con cada suspiro del viento que cada vez era más manso. Ahora sentía el amor más fuerte que nunca, pero no era una flecha de visión como antes, sino que era todo yo entregando mi alma completa, la cual no necesitaba luchar con el viento para llegar a ella. Aquellas sensaciones se fueron haciendo naturales en nuestra vida, pues nunca más volvimos ni a pensar siquiera en movernos de ahí.
Pero no solo tuvimos que acostumbrarnos a eso, sino también a la preferencia de los perros, a los enamorados que les encanta tallar corazones, y a los millones de pájaros que aprovecharon nuestras ramas para vivir...

Texto agregado el 10-05-2005, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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