Sé que muchos de ustedes los comenzaron a ver por las calles a finales del siglo pasado, esos jovencitos graciosos e inofensivos que vestían mal y pasaban horas alrededor de pequeños negocios de videojuegos que en su mayoría eran propiedad de hombres solteros con sobrepeso o adorables señoras de edad. Esos pobres muchachos se veían siempre delgados y desaseados, mirando rara vez hacia algo que no fuese el pavimento o una pantalla.
Muchos lectores los reconocen, algunos quizá tienen gente así en su familia, algunos tal vez pasaron por el infierno de ser un adicto a los videojuegos. Durante años, las tendencias cambiaron y vimos como esa subcultura se fue haciendo cada vez más llamativa, de una manera deprimente. Presenciamos con el paso de los años el nacimiento de niños que fueron llamados Ryu, Ken, Mario, Lara, Zelda, Spawn y Ash, algunos de ellos tienen ahora cerca de 16 años y viven la vida de sus padres, perdidos frente a las pantallas o los ambientes virtuales, con sus pequeños ojos irritados por la radiación y sus estomagos vacíos hasta el momento en que acaben “otro nivel más”.
Ese es un símbolo de estos tiempos, una juventud consumida por el vicio y la depravación, que memoriza secuencias de teclas con las que logran sacar en la pantalla ciertos poderes o trucos que generan en ellos una sensación cercana al orgasmo (Y tal vez la única sensación similar a esa que sentirán en sus vidas). Su vicio es nuestra verguenza y ocasionalmente intentamos hablar con alguno de ellos, para entender lo que sienten, pero usan palabras que no logramos entender, que tal vez sean palabras técnicas, tal vez nombres de personas... jamás lo sabremos.
Mi hijo mayor fue un adicto. Al igual que muchos jovenes de su generación, jugó en la consola Pegasus y dormía con un disco de su juego favorito, que abrazaba dentro de su empaque original. Mis intentos por detener su vicio fueron inútiles, como muchas otras acciones mías respecto a su crianza. En una ocasión, se encerró durante un mes en su habitación, sin comer, mientras terminaba un juego de video que había comprado con el dinero que le había dado para salir a hacer deporte. Viví el infierno de escuchar a través de las paredes como sufría con cada derrota, sus gritos de emoción y los constantes sonidos monstruosos que surgían del juego.
Decidimos hacer una intervención y lo llevamos a un campamento de desintoxicación de jugadores llamado Nivel 0, un lugar donde reconocía la importancia de la vida sin tecnología, haciendo trabajos de campo y deporte, pero no sirvió de nada. Lo único que obtuvo fueron antebrazos más fuertes la siguiente vez que le ayudaban en su desempeño como videojugador.
La solución real vino tiempo después, cuando conocimos un sistema de implantes cerebrales que lo alejaría por completo de su adicción a los juegos. El implante, VicSid, fue construido por nanomáquinas en su cerebro y causa intenso dolor cada vez que el deseo de volver al vicio lo ataca. Mi hijo me asegura que no puede siquiera escuchar la palabra “COMBO” sin sufrir un ataque.
La adicción a los videojuegos ha destruido a muchas familias, yo tuve suerte de no pasar por lo mismo, pero este mal de este primer cuarto de siglo es legal por culpa de gigantescas corporaciones que obtienen ganancias a costa de nuestra juventud, que puede terminar dejando sus estudios, adquiriendo problemas en las articulaciones y antebrazos débiles y temblorosos. Una juventud que no podrá ser recuperada. |