Cierto día me encontré con la vida.
Antes tuve que quitarme los ojos, las manos y el respiro.
Dejé de tener miedo.
Recorrí los desiertos de un cuerpo, rescatando peregrinos extraviados.
Depuré los mares agridulces que ofrecían en secreto.
Olvidé mi nombre en medio de la noche. Luna roja.
Escribí mi testamento en sus pupilas, lloré por la mañana.
Fui marinero agraciado, mártir y soldado.
Aprendi a dormir en las manos de canciones borrosas.
Quise ser latifundista de un mar de sueños secos, pero no pude germinar el aire, volar hacia el sol.
Lejos, siempre estuve y estoy lejos.
Fuera del tiempo.
Sé, sin embargo, en qué ciudad te escondes, pero no puedo buscarte, el cielo a nadie pertenece.
El agua pide silencio. Yo le hago caso.
Paraísos precarios renacen frente a mis ojos.
Las aves se dicen cosas que solo ellas entienden.
La vegetación me regala la idea de ser pequeño, y la tarde derramada en la montaña.
El sol muere para mi, y nace para otro.
Amantes desprolijos. Inexpertos destructores del sol.
Suelta tus amarras, se libre en tierras genocidas.
¿Cómo encerrar los ojos en mis ojos?
La libertad es elegir ser esclavo.
Jinetes de amaneceres nocturnos, dueños de nada.
Nada tengo, nada guardo, solo tu olor.
Cierta vez tuve un ave que jugó a ser mi esclava.
Tengo el cuerpo desnudo, semi pintado.
Las manos recorren el cielo, atrapan estrellas.
Sopla el viento y te nombro. Quiero llegar al sol.
Entiendo que soy la nada, increiblemente todo.
Eterno caminante de un circulo abierto. Silente.
Un castillo de arena se derrumba.
Alfileres dentro del habla, lenguas de miel.
Un cerro desprolijo, ridiculamente rocoso.
Mil palabras en los ojos, azulejos, soledad.
Entender en un segundo cuarta parte de la vida.
Todos hablan, me incluyo. Nadie hace, me excluyo.
Una araña de pelusa debajo de la cama.
La boca abierta de la noche gritando diamantes.
Eternos, algunos.
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