EL VESTIDO TUMBO
Alguien le había dicho que la sensualidad era sólo cosa de grandes. Ella se miraba al espejo de perfil, de frente, y contemplaba luego su espalda mojada con las gotas que no terminó de secar la pequeña toalla.
En pocos días cumpliría quince y solo pensaba en cómo se vería aquella noche, en su corto vestido. ¿Qué opinaría él?
Contemplaba el modelo de aquel diseño en su revista y se comparaba con la muchacha de la foto. Se sentía hermosa y corría al espejo y se miraba otra vez. Se imaginaba en aquel vestido tumbo.
Marcel era el dueño de los pensamientos más íntimos de Carlita.
El también había soñado compartir el aliento de aquella niña. Había observado en varias ocasiones su exuberante figura en el colegio, en esa falda escocesa, en esa blusita tan ceñida a su cuerpo y anhelaba intensamente poder un día acariciar sus senos, sentirlos contra su pecho desnudo, o besarlos con ternura, o pasión, o pecaminosa lujuria, o recorrer también sus muslos con los dedos, y subir lentamente hasta conocer sus rincones mas íntimos y entonces contemplar en su rostro la expresión del goce más puro, esa de quien jamás ha conocido las bendiciones del placer de la carne.
Aquella noche llegó. Carlita estaba radiante. En ese vestido tumbo había más que una adolescente. La sensualidad de ese cuerpo de mujer se acentuaba exquisitamente en aquel atuendo. Su silueta era entonces mucho más que las convencionales curvas de una hembra.
Los invitados comenzaron a llegar uno a uno y ella buscaba impaciente aquellos ojos verdes en perfecta armonía con la tez morena de Marcel.
Se vieron. Un corto abrazo y el roce de sus cuerpos les había excitado la piel.
La noche pasaba y ellos no se perdían de vista.
La hora del Vals había llegado y ella debía cambiarse el vestido. Esa última mirada mientras subía a su habitación hizo en él una fría gota de sudor que le cruzo el rostro.
Sin pensarlo la siguió y la encontró en su cuarto. Ambos dieron un par de pasos pan juntar sus cuerpos y sus bocas y se besaron al tiempo que sus mentes se perdían en un espacio blanco y vacío.
Marcel recorrió con las manos el cuerpo entero de Carlita, a veces bajo el vestido a veces sobre él. La piel espera de si barbilla iba dejando rojas huellas en el cuello, en la parte superior del busto, en sus hombros. Solo podía escucharse la respiración entre cortada de ella mientras sus delicados dedos aparecían y desaparecían entre los cabellos ondulados de Marcel.
Su camisa había caído y el vestido iba cediendo poco a poco a la fuerza de sus manos.
En un momento el cuerpo de ella había quedado casi desnudo y atrapado entre la pared y el bronce del pecho de Marcel, y no había espacio entre ellos para que corriera el sudor que manaba de sus poros.
Ambos resbalaron hasta el piso y el contacto entre ellos era entonces total. La mano de Marcel la despojó lentamente de su ropa interior y entonces se hizo dueño del húmedo valle de un cuerpo jadeante.
Unas gotas de roja sangre mancharon el tumbo de aquel vestido mientras un rumor de voces y golpes tras de la puerta se perdían en algún lugar lejos de sus oídos pues en ese momento solo vivían el sexo en sus cuerpos con la pasión arañando su piel, cerca, tan cerca del pecado como nunca lo habían estado, con el sabor añejo de lo prohibido en la garganta, y en sus sentidos solamente la carne. El placer…
Randy
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