Te dije que no me gustaban tus caricias detrás de mi cuello. Te dije, mil veces, que me dejaras volar así fuera en sueños. Rematé mis neuronas creyéndote, inútilmente, la única razón de mi existencia. Siempre el amor, esa palabra de telenovela mediocre que nos desvía, que nos atrapa, que nos lastima. Sin embargo, te quise como nunca, como siempre, como jamás había podido. Tu pie sobre mis anhelos que dibujaba, con áspero placer, los pavimentos de este pueblo baldío y sin recuerdos. Mi sangre, transparente e inmóvil, te lloraba en silencio. Camila, ese cuerpo de niña que alguna vez me entregaste y que me hizo jurar un para siempre. Camila, animal venenoso que con la fría adultez apaciguó mis delirios. Camila. Locura, desvarío, lujuria. Estrella apagada con el pasar de los años. Dulzura atiborrada y cruel. Camila. Enfermedad incurable. Camila. Asesino a sueldo de corazones perdidos. Camila, ahora que me voy, con mis años encima, con mis maletas a medio hacer, con el archivo de tus insultos y desprecios, quiero dejarte unas cuantas palabras, para que las pienses, para que las mantengas en la lejanía de tu conciencia, como único pretexto para que vuelvas a pensar en este pobre viejo que ya va de salida.
Cuando me enamoré de ti no llegabas a la mayoría de edad ¿Recuerdas? Tu cuerpo vibraba a la espera de un hombre que quisiera despertar tu piel. Tu cabello suelto y tus piernas al descubierto, me dejaron sin habla aquella tarde en la floristería del chino. Pediste un ramo de rosas amarillas, pero te faltaban veinte pesos. En un intento heroico de llamar tu atención, te las regalé. Sonreíste con malicia. Me diste las gracias con un beso y corriste a tu casa. Pasé demasiadas noches pensando en ti. En tus adolescentes medidas. En tus ojos verdes. En tus rizos amarillos. En tu vestido de flores. En tus zapatillas rojas. Se llama Camila, es la hija de José, el dueño de la librería. Eso me contó el chino de la floristería, cuando se percató de mi nueva rutina para tratar de toparme contigo una vez más. Y aunque el viejo José había sido mi compañero de escuela, no sentí vergüenza alguna de imaginarte en cueros cada noche, pequeña entre mis brazos, despojándote de lo que tanto te habías imaginado. Esa chica es tremenda, dicen que se ha besado con cada uno de los delincuentes de la otra cuadra, decía la señora Martínez, viejita conservadora que limpiaba con fervor la abarrotería de la esquina.
Eran tantas las leyendas sobre ti, mi querida Camila. Pero sacarte de mi mente, jamás. Gracias por el favor de aquel día, pero mi padre dice que no debo aceptar ninguna atención de desconocidos. Me sorprendiste con los cuarenta pesos de aquel ramo de rosas. Estaba en el bar, leyendo el periódico y mirando el juego del domingo por la televisión. Tu presencia despertó a la parranda de borrachos que se daban cita en aquel cuchitril. Sólo quería salvar a una damisela en apuros, dije con mi sonrisa ridícula. Aún más ridícula mi madurez casi cincuentona frente a tus manos limpias y jóvenes. Igual, tenga por favor. Te quedaste callada, esperando algo más. Así que eres la hija del viejo José ¿Sabías que estudiamos juntos hasta el quinto grado? Te sentaste, atenta, para seguir escuchando la historia. Luego mis padres se mudaron a la capital y me tuve que ir con ellos ¿Y por qué regreso a este maldito pueblo? Dijiste con cierta picardía. Enviudé. Ah, lo lamento. Tranquila. La soledad no es una de mis fobias. Sólo quise encontrarme de frente con ciertos recuerdos que siempre estuvieron presentes durante los años que me fueron arropando sin aviso. Habla bonito señor. No me digas señor, me haces sentir más viejo, Camila ¿Y cómo sabe mi nombre? En este pueblo, todo se sabe. Me puedes decir Ernesto, eso dice en mi partida de nacimiento.
¿Tienes hijos Ernesto? No, sólo un perro de nombre Sultán, pero también se murió. Ah, que pena. Sí, parece trágico. Lloré mucho a mi pobre perro ¿Y a tu esposa? Durante algún tiempo. Los cuerpos se olvidan rápido. Sobre todo cuando fijas tus ojos en un nuevo objetivo. No te entiendo. Ya lo entenderás, cuando crezcas. Pero soy grande, en dos meses cumplo los dieciocho ¿Tienes novio? Tenía uno, lo conocí en la escuela, pero rompimos la semana pasada. Ah, que pena. Y lo digo por el chico. Era un tarado, iba mucho a la iglesia y siempre decía que teníamos que esperar hasta casarnos para hacer… usted sabe. Entiendo. Entonces no es tarado, sino respetuoso. No, es un tarado, creo que le gustan más los hombres que las mujeres. Bueno, con los adolescentes de ahora nunca se sabe, en mi época era una obligación esperar hasta el matrimonio. Es que yo no quiero casarme ¿Nunca? Nunca. Vaya, cuánto ha cambiado la juventud ¿Cuántos años tienes Ernesto? Muchos más que tú. Podría ser tu padre, incluso. No creo, mi papá es un viejo aburrido, siempre está amargado, maldiciendo a la economía y a los políticos. Bueno, yo de vez en cuando lo hago, los adultos solemos buscar culpables para olvidar nuestras propias miserias. Hablas bonito, no como mi papá que es un ordinario, sólo sabe decir groserías. Igual no me dijiste cuántos años tienes.
Fue increíble, Camila, cómo ignoraste los veinte años que te llevaba encima. Cómo me ibas buscando en cada rincón de nuestro barrio. Cómo me escribiste aquel poema. Ernesto, creo que estoy enamorada de ti. Cada vez que te pienso, siento un no sé qué que me da calor, es como taquicardia, no sé bien cómo explicarlo. Pero pienso mucho en ti ¡Ay Camila! No seas tonta. Es en serio. A veces me he tocado, claro, bien calladita para que mi viejo no se de cuenta. Aquel domingo, en el bar, con la parranda de borrachos mirando el juego de fútbol, acariciaste la parte de atrás de mi cuello. No me gusta Camila, me da cosquillas. Entonces hazlo tú, quiero saber si de verdad da cosquillas. A cambio, toqué cuidadosamente tu rodilla. Aquella piel suave, cálida, ansiosa. Podemos irnos de este maldito pueblo. Vamos a la capital, yo quiero ser artista. Viviríamos juntos y tú serías mi marido ¡Si sólo eres una chiquilla! Pero tu ausencia de años me fue envolviendo. Nunca nos fuimos a la capital, pero me hiciste tu marido. Cada tarde, cuando el viejo José dormía su siesta, te escabullías hasta mi puerta, tocabas tres veces y te abalanzabas sobre mí para llenarme de besos.
Cuando murió el viejo José, la gente dijo que la rabia le había provocado un infarto. Pocos días antes se había enterado, por la vieja Martínez y su chismografía especializada. Nunca se lo dije a nadie, pero la tarde antes, aquel que una vez fue mi compañero me amenazó de muerte si volvía a tocarte, Camila. Por eso me negué al otro lado de la puerta, hasta que el chino me contó de la pérdida. Te habías quedado sola, José era lo único que te quedaba. Así que fui yo el de los tres toques, y cuando abriste, tus ojos acribillados y rojos me abrazaron a manera de súplica. No me dejes nunca, yo te amo ¿Cómo negarme a tanta ternura? ¿Cómo olvidarme de ti, Camila? Ante las habladurías, te mudaste a mi departamento. Fueron días maravillosos. Noches de sudor, de palabritas cursis, despertares sonrientes, almuerzos caseros, noches de cine. El chino, nuestro primer pretexto, hacía las compras por mí desde que la doña Martínez me prohibió la entrada a la abarrotería. Aquí no se aceptan pecadores, me mandaba a decir con cada alma que me conocía. Sin embargo, estar contigo era todo, Camila. Mi dulce chiquilla que ya había llegado a su mayoría de edad. Que dejó su huella de sangre en mi cama la primera vez. Porque no habías sido de nadie, sólo mía, Camila.
Incluso, cuando ibas cambiando, en cada cumpleaños, yo te amaba como nunca. A los veinte me reclamabas mis naturales cansancios. Ya no me cumples como antes, me decías con desprecio aquellas noches que mi cuerpo cansado no daba para más. A los veintidós me achacabas tu sueño frustrado de salir en la televisión. Si nos hubiésemos ido a la capital, sería famosa y tendría mucho dinero. No sé quién me mandó a vivir contigo, no eres más que un viejo. Y a los veinticinco, me convertiste en el cabrón del pueblo. Al Ernesto los cuernos lo tienen embrutecido, decían a mis espaldas. Pero yo te amaba, Camila. Un viejo, sí. Peor aún, romántico empedernido. Escritor casi desempleado. Era muy poco para ti. A pesar de eso, te seguía amando. Incluso te amé aquella tarde cuando llegué a casa y no estabas. Ni siquiera una carta. Entre el desorden y el armario medio vacío, supuse que finalmente me habías dejado. Se fue con el chino de la floristería, me dijo la vieja Martínez el día que me devolvió el habla. Fue la manera de expresarme su solidaridad ante la desgracia. Parece que se fueron a la capital.
Y ahora que me voy, querida Camila, con el resto de los años que me quedaban encima, quiero dejarte esta carta para que sepas que aunque ha pasado mucho, te sigo sintiendo mía. Te agradezco el dolor, el amor, la desdicha. Todo lo que me recordó que estaba vivo. Disculpa el atrevimiento, al enviarte esta carta a tu nueva dirección. Como te dije, en este pueblo todo se sabe. Me contaron que el chino abrió su nueva floristería en la capital y que le va muy bien. Me alegro por ambos. Me enteré, también, que te hizo encargada de la caja registradora. Un oficio, como muchos, aunque lejano a tus sueños. Sólo te deseo toda la felicidad que me arrancaste de a poco, a mis espaldas, en silencio ¿Qué más puede hacer un viejo como yo, que ya va de salida? Espero que los del barrio digan que el pobre Ernesto murió de desamor, aunque el reporte médico diga algo muy distinto. En realidad, me estoy muriendo de viejo, porque de amor me morí hace mucho. |