El hecho de que yo tenga o no tenga una abuela, no tiene ninguna importancia; tampoco, que ya alcance casi noventa años.

No conozco a nadie que haya sido mejor considerado o más querido, por tener una abuela.

Mi abuela es vieja, sorda, sucia e hipócrita. Además le cuesta enormemente mantener un par de minutos de cordura, aun cuando debo reconocer, que maneja con impresionante rigor, las grandes mezquindades que constituyen su diario acontecer.

Las complejas tesis que sostiene para ocultar el hecho de que ha sido sin duda ella, la única presente en casa por años, quién se comía sola todos los bombones helados Chomp frente a nosotros, sus nietos; la que apagaba la televisión cuando llegábamos a casa; la que defendía sus equivocaciones como si fuese el abogado con más cojones. Por ejemplo, la defensa con enorme impasibilidad cuando descubrimos que se ha nuevamente meado y cagado en el sillón del living… era una vieja desconcertante.

Pero, era su actitud caradura la que rozaba la genialidad. Principalmente, cuando atribuía la culpa de todo al hijo pequeño de los vecinos, quien no supera los dos años y que lógicamente no viene a mear al sillón de nuestro living.

Sobre este sillón tenemos una fotografía de ella cuando era joven. Era una mujer muy bella; ¡todo en esa época era bello!... ahora, me vienen profundas arcadas de pensar que el desecho humano que es ahora aún conserva su vagina.
Una vez le pregunté si no le molestaba saber que le faltaba poco para morirse y si tenía o no apetito sexual (sabiendo que nadie se tiraría a una larva como ella, que se va pudriendo progresivamente, como ya se veía en algunas partes de su cuello).

La cara de mi abuela es básicamente la misma que tenía de joven, con la diferencia de que es como si la hubiesen secado de todos sus líquidos, dejando que la piel se le cayera por todos lados. Particularmente horrible, era la piel que le colgaba de su nariz.

Yo soy escorpión y tengo 36 años.

Siempre me está pidiendo que la acompañe al cementerio a ver a su tercer marido, que no es mi abuelo, que se murió hace como veinte años y que ella venera, sin hacer memoria de cuando le sacaba la cresta.

Ella va y le habla, se siente cerca de él; pero siempre desde este lado, del lado de los vivos.

Siempre he pensado que cuando ella esté muerta, no voy a ir a tocarle los huesos para sacarla a visitar a su tercer marido, jamás. Mucho menos ahora que tengo la plata para comprarme una nueva camisa Polo. Ir con ella y con la abuela a pasear por el cementerio era absolutamente impresentable, lo mismo que llevarla a comer una ensalada César al Shopdog, que (entre paréntesis) ella no puede comer porque en lugar de dientes tiene unas encías gelatinosas que dan asco, de manera tal que la lechuga termina transformándose en su boca en una pasta verde y salivosa.

Fue ese recuerdo asqueroso de la lechuga en su boca la que detonó esa idea brillante que tenía en mi cabeza.
Ella estaba arrodillada sobre la tumba de su tercer marido. Cogí de la tumba vecina, un fierro (que en su momento sostuvo una cadena) y le di un feroz fierrazo en pleno cuello, justo donde su carne daba muestras de podredumbre. Fueron fracciones de segundos… vi cómo su cara cambiaba de expresión: Sus labios se replegaron dejando a la vista sus encías, los ojos parecieron salirse de las cuencas, su cabeza se pegó con la espalda dejando al fierro envuelto en pellejo y unas gotas de baba blanca y espumosa saltaron fuera de su boca. En breve volvió a la normalidad.

Por supuesto, mi abuelita no se murió.

Porque cuando siente el olor a los gusanos, cuando se encuentra en contacto con su verdadero elemento biológico, lo putrefacto, mi abuela se transforma, recupera todas aquellas fuerzas que no tiene cuando se pasa el día dando la lata en casa.

Vieja de mierda, no se murió.

Seguía rezando como si nada.