Estabas en una cafetería del centro. Te seguí después de la discusión, en silencio, escondiéndome detrás de los árboles cuándo tú girabas la cabeza para asegurarte de que no te seguía. Llegaste a la puerta y antes de entrar volviste a girar la cabeza y ya no me veías. Al otro lado del cristal, recostada sobre la silla, con la cabeza agachada y la mirada perdida en el fondo de la taza, parecías más hermosa. Me coloqué delante del cristal, delante de ti. Levantaste la cabeza y me traspasaste, sin modificar el gesto, sin perturbarte. Por eso traspasé la puerta de la cafetería, me acerqué a tu mesa, me senté en una de las sillas, te miré a los ojos, te rocé con mis manos, te besé, te acaricié el cuello, te sequé las lágrimas. Y tú ni siquiera te moviste, ni siquiera me respondiste, ninguna caricia, ninguna palabra. A los pocos minutos saliste de allí, aceleraste el paso. Te seguí pero mis pasos ya eran invisibles. Penetramos la misma puerta, subimos en el mismo ascensor. Abriste la puerta de casa. Entré detrás de ti, tratando de buscar una solución, intentando conseguir de tus labios otra oportunidad. Pero yo ya me había convertido en una idea. Cogiste un lápiz y arrancaste un trozo de papel de un cuaderno de notas. Estaba detrás de ti mientras tú escribías con letra mayúscula y desairada: "MAÑANA RECOGERÉ MIS COSAS". |