Cleopatra y Lulu, Lourdes María cuando su dueña se enojaba con ella, son los nombres de las gatas que vivían en el piso de abajo de mi departamento, siempre tenía noticias suyas y de sus aventuras por su dueña, además que a veces solían ir a visitarme a la tarde y de paso se fijaban si yo tenía algo para ellas, pues como conocía sus gustos y sé que son un poco golosas siempre tenía preparado algunos caramelos, de esos para gatos que se venden en las veterinarias o en los supermercados. Eran dos gatas muy señoronas y mononas que siempre se estaban metiendo en líos; gatunos, por cierto. Que se podía esperar de dos gatas no?.
Cleopatra eran la más señorona de las dos. Su piel brillosa y de varios colores se asemejaba a veces a una torta marmolada recién sacada del horno, pues cuando la tocabas, si es que eras de la suficiente confianza para que te dejes tocarla, era calentita al tacto y si además de ser de confianza, te tenia aprecio comenzaba su ronroneo para demostrarte que eras realmente de su agrado.
Muy pocos tenían ese privilegio, yo era uno de aquellos, pocos, contados con los dedos de una mano, de la cual sobraban varios dedos. Aunque también ella tenía que estar dispuesta y con ganas de que la acaricien, pues sino por más cariño y afecto no se dejaba tocar por nada del mundo. Tenía sus días como todos.
Se pasa todo el tiempo durmiendo en el sillón del living con porte distinguido, siempre mirando de soslayo todo aquello que no le llama la atención. Cabe aclarar que casi nada la sustraía de su mundo, ni de sus siestas, ni de sus aseos matinales que con tanta parsimonia realizaba delante de todos como si nada le importase. . Para ella, su pelaje era lo más importante y lo cuidaba con esmero y meticulosidad. Para que brille más se pasaba lamiéndose y relamiéndose todas las tardes. . Era realmente una señora de alcurnia hasta el aseo lo hacía con tal distinción que parecía una gata de raza.
Salvo, claro está, las aventuras en las cuales se metía Lulu. Siempre con ojo avizor la vigilaba, temiendo que un día de estos se meta en algo que no pudiera salir invicta. Siempre que iba a visitar a mi vecina, la encontraba a ella en su sillón preferido, un viejo sillón de un cuerpo mullido y con el tapizado todo roto, por los años de uso de los humanos y recientemente por los arañazos de su nueva y única propietaria. No dejaba que nadie osara usar su sillón, pues había descubierto que era el mejor lugar de todo la casa para mantener sus uñas siempre afiladas y con el largo correcto. Siempre es bueno estar bien preparado para un buen ataque o una buena defensa.
Lulú siempre estaba en el medio de una aventura o por comenzar una nueva. Lulú era la más joven de las dos, además de ser la hija de Cleo. Un pequeño desliz de su juventud se podría decir, pero a pesar de ello, Cleopatra caminaba con la cabeza bien alta no le importaba ser una “ madre soltera”. No tomaba en serio ninguna insinuación de nuestra parte. Ante la menor mención, nos miraba con desprecio indiferente.
Por ser la más joven, y tal vez por ser una gata sin padre, era Lulú la que se metía en líos y su mamá iba por detrás para salvarle el pescuezo.
Aunque era la hija eran muy distintas entre sí. A ella le encantaba la aventura, correr por todo el departamento. De vez en cuando, desde mi piso se escuchaban ruidos de vidrios rotos, y luego la voz de mi amiga “ Lourdes María” a voz de cuello, pero no en un tono muy serio, será por eso que Lulu hacía lo que quería, porque su dueña se lo permitía. Eran del mismo color, Lulu con un poco de colores más fuertes que Cleo, pero la misma belleza de pelaje. Pero eso sí no la podías confundir con una gata de alcurnia, era bastante torpe en sus movimientos y un poco brusca, tal vez eso lo heredó de su padre; un patán si hogar, sin lugar a dudas, pues nunca se hizo cargo de su hija. Por más que intentase parecerse a su madre no lo lograba, la podías ver caminado toda erguida, la cabeza en alto, la cola bien respingada y cruzando sus patas delanteras con mucha gracias, pero a los dos minutos la veías despatarrada en el suelo por haberse enredado en sus propias patas, su caminar era bastante desgarbado, apresurado, siempre corriendo para ver, para oler o para tocar algo que se le había escapado hasta ese momento. Todos los días descubría algo nuevo. Un ventana que estaba cerrada y ahora estaba abierta o al revés, una arañita en el patio interno, una hojita nueva de la planta del macetero, que prometía ser deliciosa.
Su dueña no podía sacarle los ojos de encima, pues tal cual un niño, la dejabas sola dos segundos y zas! Estaba arriba de la mesa tratando de tirar las velitas perfumadas que la adornaban o sino, desde el piso tratando de enganchar con sus uñas el camino de crochet tejido por la nona tanto tiempo atrás, o jugar con el cable de la plancha mientras planchaba su mamá postiza.
Siempre se metía en embrollos, de algunos salía solita, pero otras veces pedía socorro a su madre que la miraba desde el sillón. En otras muchas menos las descubrían infraganti a las dos.
Pero casi siempre salían invictas de todo problema, no así las cosas que se cruzaban en el camino de sus aventuras, a veces un jarrón otras un vidrio de la ventana, o las medias o hasta los sacos de su dueña. Su dueña feliz y un tanto preocupada me mostraba cada vez que iba los “trofeos” de sus gatitas. Pero a pesar de los embrollos en que se metían, ella las quería como sus hijas y como tal las mimaba.
Una vez que pasaba por allí a visitar a las integrantes de la familia y de paso, tomar algunos mates, mientras nos poníamos al día de las novedades del barrio. Así fue como me enteré de la historia del jarrón de la abuela, que después de muchos años de vida en la familia, y de guardar la margaritas de la abuela que le regala el abuelo en sus años mozos, y las rosas que el padre le regaló a la madre en los tiempos de noviazgo, mientras le robaba besos en el zaguán. Jarrón que gracias a las nuevas integrantes, paso a retiro obligatorio, jubilación obligatoria o como prefieran llamarla.
El jarrón era en cuestión, un reliquia de la familia, que había pasado de la abuela, a la madre y ahora a la hija, y esta a su vez pasárselo a su hija en su debido momento. Pero eso ya no iba a ser posible, mucho no la entristeció, por cierto, era un jarrón bastante feo, y si lo usaba es porque lo tenía, lo que más le preocupaba era como le iba a decirle a su madre su desaparición del la familia, siempre le estaba preguntando si lo usaba. Era mucha más importante para su madre seguir la tradición que ella misma.
Resulta que un día, Lulu estaba jugando con el camino, tejido a mano, que estaba sobre la mesa del comedor y sobre éste, el jarrón con algunas rosas que le había regalado su prometido, pero Lulu no podía saber qué era lo que había sobre el camino, a ella le encantaba jugar con ese camino, era todo caladito, hecho al crochet, con mucho cariño y regalado para adornar la casa nueva, hacia ya tiempo por la nona.
A Lulu le encantaba porque cada vez que le daba un zarpazo con sus pequeñas patitas delanteras, el problema o en realidad lo más divertido para ella, eran que sus uñas se enganchaba en el tramando del tejido, y con pericia felina ella las desenganchaba, hasta que por intromisión de Cleopatra, que seguramente hacía rato que la venía vigilando y tratando de sacarla a ella también se le engancharon las uñas en el tejido y al tirar ambas a la vez tratando de sacar sus uñas, el jarrón fue historia.
Hace ya tiempo que no paso por el primer piso, no veo a las gatas hace mucho, también he notado que ellas no han venido a buscar sus golosinas por días. Me sorprende que tampoco escuche a su dueña ni regañarlas, ni hablar con ellas como a veces solía hacer.
No sé que les pasó, pero cuando tenga tiempo bajaré las escaleras y mientras tome unos mates o un café con Ana, ese era el nombre de la dueña de las gatitas le preguntaré por el silencio de Cleopatra y Lulu.
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