Su piel parecía una pulpa desechada por la alcantarilla: inservible, pútrida.
El calor estaba huyendo de su cuerpo, a través de sus poros, en forma de lágrimas.
Apenas y respiraba.
Sus cejas se elevaban y aproximaban la una con la otra, de vez en vez, cuando el delirio lo obligaba a despertar de su enajenación.
En medio de estas ceguedades, ni siquiera se enteraba que las hormigas lo estaban devorando. A él se le antojaban simples excitaciones.
Sus ojos y boca se abrían, a pausas, como saboreando el aire que le rozaba la nariz llena de pus. El párpado superior izquierdo dibujaba un arco al oír el reflejo de una supuesta voz que lo llamaba a lo lejos, pero de nada valía, su pecho, cada vez más vacío, lo inmovilizaba con punzadas en medio del corazón.
Su pulso se aceleraba y la impaciencia ya empezaba a darle cachetadas en el estómago, por lo que su cuerpo respondía con arcadas y derrames fecales coloreados de sangre.
Al final de la madrugada, las comisuras de los labios se le alargaron a raíz de un último pinchazo, para dar paso, luego, a una sonrisa sin terminar.
"¡Puta! Se murió. No te aflijas, hija, todavía quedan siete".
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