Cuando el revisor entró yo estaba casi despierto, era ya de madrugada. Mis cinco hijos y mi mujer dormían y nuestras maletas murmuraban encima de nosotros al vaivén del tren. Habíamos dejado Tankarica hacía dos noches y todos andábamos sucios y cansados, pero contentos por alejarnos de la miseria y el exterminio y muy tristes por alejarnos de donde nuestros padres, abuelos y todos a quienes recordábamos, hicieran la historia de un pueblo digno.
Cuando el tren hubo parado totalmente y el revisor nos pidió que tomáramos nuestros bultos, que eso eran, me atreví a preguntarle qué pasaba pues no habían transcurrido todavía los cinco días de viaje que nos habían anunciado para llegar a nuestro nuevo destino, un lugar de clima más cálido, salvaje por lo desconocido. No llevábamos elementos suficientes como para poder fundar un nuevo pueblo, pero a eso íbamos. Como nuestros antepasados lo habían hecho en Tankarica, sabíamos que también nosotros podíamos hacerlo.
Parece, me dijo el revisor, que hay un accidente grave y los carriles están destrozados, dos trenes chocaron anoche y hay muertos y heridos, habrá que esperar a que los muertos (mi pequeña hija Rosa acababa de despertar y apretó mi mano al escuchar) sean sepultados y los carriles arreglados. No sé donde estamos, añadió, pero tal parece que hemos tenido suerte pues hay cerca de aquí, sólo a media hora de camino , un gran centro industrial que nos acogerá por unos días.
Llegamos al centro industrial. Enormes y altas chimeneas echaban un humo negro que como líneas negras subían paralelas opacando el cielo. Nos quitaron lo que llevábamos, nos desnudaron, nos raparon y nos quemaron:a mi mujer, a mis cinco hijos y a mí. Rosa fue la última.
Desde arriba, desde la columna de humo negro pude distinguir el letrero: Aushwitz, decía.
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