Siempre me había gustado mi pequeño cementerio. Era el clásico cementerio de uno de esos muchos pueblos pequeños cuyo número de habitantes no superaba el veinte en invierno pero que podía llegar a doscientos en verano. Era un cementerio normal, como otro cualquiera, pero a mi desde que alcanzan mis recuerdos, siempre me había atraido. Lleno de lápidas descuidadas, malas hierbas que crecían por doquier, tumbas de hará tantos años que ya nadie se acuerda de que existen,...De vez en cuando, alguna de las mujeres más viejas del pueblo, venía a colocar algunas flores nuevas después de haber ido a misa el domingo. A parte de ellas, sólo nosotros eramos los que visitaban ese lugar. Nos encantaba jugar allí, siempre de noche, cuando el lugar resaltaba de verdad todo su encanto. En la oscuridad podías ver las rosas marchitas que quedaban en alguna de las tumbas o aquel enorme muro que teníamos que saltar siempre que alguien quisiera entrar. Siempre estábamos allí. Era como si ese lugar tuviera algo de mágico y nos atrayera con su poder. Los mayores siempre nos reñían y nos decían que era un lugar peligroso pero a nosotros siempre nos daba igual. Ese lugar era para mí más que un simple cementerio. Era el único lugar donde podía escuchar de verdad mis propios pensamientos. Siempre quise saber por qué me gustaba tanto ese lugar, qué tenía de especial,... y un día lo descubrí. Como siempre nos reunimos todos en una pequeña escultura, con forma de ángel, que había en el centro del cementerio. Era una noche muy aburrida y no sabíamos a qué jugar. Carlos propuso que buscáramos la lápida más antigüa y ganaba el que la encontrara, claro. Nos separamos y empecé a buscar. Me encantaba pasear por allí. Encontré una tumba de 1782 que parecía una de las más viejas. Pertenecía a un tal Héctor, un joven según ponía en la fecha, al que sus padres echarían de menos. Seguí buscando pensando que de qué me sonaba ese nombre y qué era lo que le pudo haber pasado al pobre chico. Seguí andando entre los matorrales y encontre otra, pero ésta era más reciente, de 1907, de una niña llamada Letizia. Cada vez estaba más estrañada. Otro nombre que me decía algo y no sabía el qué. Tropecé con la lápida más nueva de todas las que me había encontrado hasta entonces y lo comprendí. Lo recordé todo, cosas que no sabían que habían pasado, cosas que había borrado mi mente. La lápida no tenía nombre, no tenía fecha. Sólo un pequeño espejo. Desde entonces sé qué es lo que tiene de mágico ese lugar y por qué era tan especial para mí. Desde entonces soy yo la que cuida de mi pequeño cementerio. |