EL ABEDUL
Lo plantaron juntos, cuando se prometieron amor eterno, el mismo día que encontrándose al fin solos hicieron por primera vez el amor. Era hermoso, tierno, crecía cada año unos cuantos centímetros. Así sentían que crecía el cariño que ambos se profesaban. Mirta estaba segura de que nada ni nadie se interpondría entre ella y Jorge: él era tan insignificante, aparentemente, que seguro ninguna mujer se interesaría… A ella, además, le gustaba; le gustó desde antes de saber que era hijo del dueño de la tienda. Sabía hacer el amor, perdonaba sus necedades, disfrutaba de su conversación fatua y sin sentido. Ella era así, se conformaba con tener (tenerlo) a su lado todo el tiempo, con su cara y sus modales de enamorado. Y le gustaba que la demás gente le envidiara ese amor de él.
Él, enamorado, sentía que la vida sin ella era nada; que se volvería loco si algún día le faltara su mujer, la que él eligió, la que muchos desearon. Así pasaron los años, cada uno más aferrado a lo que tenía: él a la mujer que todos deseaban; ella al amor que él le profesaba. Pero no eran felices. Él sabía que ella no lo amaba. Ella sabía que lo que sentía por él no era amor. Ambos sabían…
Con el tiempo cada uno se daba cuenta de que lo que tenían, en realidad, no era lo que querían. Se cansaron los dos. Ni él tenía ya ganas de estar pendiente de sus gustos, ni ella de fingir que él era su gran amor. Jorge acudió entonces a la carta astral, con un amigo, y se enteró de que con ella nunca sería verdaderamente feliz. Salió al patio, miró arriba, al abedul, cogió un hacha y lo derribó. Salieron entonces las dos hijas de ambos y gritaron al padre: “Papá, mi mamá acaba de decirnos que tiene un amante”… Y él, tranquilamente contestó: “No hijita, tu madre tenía un amante, pero acaba de renunciar a ella”.
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