Son las diez. Apenas un momento de la eternidad que pende de un hilo; de una bombilla, de una persiana cerrada a cal y canto sobre la ciudad. Y ésta aún está despierta. Sus párpados admiran, abotargados, el agua neblinosa que antiguamente fraguaban, cerca de sus orillas, trabajos insignes de barcos y de hombres fornidos.

Y el agua se bambolea entre la luz fría y azul de una luna temblorosa de invierno. En la oscuridad duermen las gaviotas, al abrigo de la noche húmeda.

Pero no todos los ojos son párpados semicerrados.

Sobre una mesa hay un libro de poemas. Una pequeña ventana, está semiabierta. Respira un poco de aire fresco que mueve los visillos, y extiende unas ligeras sombras, como blancas manos, a lo largo de una alfombra tupida en azul.

Azul como esa luna de invierno.

Desde un rincón de esa eternidad, también la música descansa, pero esta vez, agitada, exhala un último suspiro que emula a la muerte: soñar. Esa muerte dulce, que no puede ser muerte.

Soñar: el viaje ignorado.

Se cierran los párpados. Quietud y Sombra. Un movimiento de aguas turbias y la noche se cierra sobre ellas. Y sobre la luna, que se sumerge como una moneda sin rostro, en la lumbre de su propia luz incombustible.

Los poemas también han silenciado los versos. Se habían extasiado en la música muda e ilativa, en ese péndulo que se acerca al ras de la bombilla, desde cualquier ventana que se abre a una eternidad cada vez más incierta.

Se despliegan unas alas desconocidas en abanico fortuito. O infortunio: algo se refleja en su propio plagio de costumbres.

Fotografías portuguesas. Ibicencas. De París.

Luces de tonalidades que se acostumbran a su propio resquemor: el hijo de su propia imagen bajo una luz desconocida.

La luz todo lo siembra de su capricho inmediato de más luz. Y de más sombra.

Pero la luz es precavida, como el azul sobre el mar, cuando huye desde las frías aguas hacia el infinito

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