Alberto perdió la oportunidad de su vida. Su cobardía, siempre de cuerpo presente, le impidió devolver el saludo a Ana, la secretaria del jefe. Alberto era de pocas palabras. Y así como una posible noche de sexo animal con la dama más hermosa de la oficina, se había perdido muchas oportunidades. La vida, extrañamente piadosa, le concedió un sinnúmero de chances para atinar, finalmente, a su destino. Pero Alberto perdió la oportunidad de su vida. Ana nunca se había percatado de su presencia, a pesar de las incontables noches mojadas en su honor, a pesar del café perfectamente preparado justo para ella, a pesar de las flores anónimas en cada San Valentín. Pero ese día, justo ese, Ana saludó a Alberto, el encargado de la fotocopiadora, para pedirle un favor. Alberto, con su afanosa cobardía, quedó enmudecido, incapacitado para responder, si quiera para pestañear o sonreír. Todos tienen razón, este tipo es un tarado, replicó la voluptuosa morena quien, junto a sus tacones de aguja y minifalda de cuero, se dio media vuelta para seguir con su ritmo azaroso rompiendo el silencio del coro de teclados adormecidos.
Esa noche, Alberto volvió a su casa. Religiosamente alimentaba a su gato atigrado a las siete y media. Entre maullido y maullido, Alberto soñaba despierto. Imaginaba a su amada morena gimiendo al compás de la fotocopiadora y él, convertido en superhéroe, responsable de tan explosivo placer. Ana, por el contrario, maullaba más fuerte que el entristecido gato, en manos del jefe, en un hotel cinco estrellas, con dos botellas de champagne vacías y la dignidad perdida desde hacía rato. Sus intranquilas curvas revoloteaban sudorosas, sus cabellos rizados galopaban a latigazos, sus ojos cerrados para no ver tanta lujuria. Ana gozando mientras el jefe sacaba las cuentas para la próxima nómina. Tendré que botar a unos cuantos, pensaba el viejo González mientras se deleitaba con la imagen de aquella morena haciendo y deshaciendo sobre sus caderas.
Al final de la quincena, varias caras largas se tropezaban por el pasillo. Funeral archivado en horario de oficina. Algunos lloraban, otros maldecían y unos cuantos se acribillaban con preguntas ¿Qué diablos voy a hacer con mi vida? ¿Cómo le voy a dar de comer a mis hijos? ¡Justo ahora que la situación está tan difícil! ¡A este país se lo llevó el diablo! Eran algunas de las frases sueltas que jugaban imperiosas y sin rima. Y entre los desalojados, Ana y su potente cuerpo de curvas atolondradas e impasibles. Resulta que a la joven recepcionista, con rostro de quinceañera, inhóspita piel y sonrisa austera, la ascendieron a secretaria por la mitad del sueldo de Ana. La morena no podía creer su fatal destino. Sexo a cambio de nada. Carne a cambio de despido. Sudor ingrato. Gemidos silenciados. Futuro desprevenido.
Alberto, uno de los sobrevivientes, veía en su camino una nueva oportunidad. No quería desperdiciarla. Era la ocasión perfecta para intercambiar una palabra. Lamento lo sucedido, no lo merecías. Con voz temblorosa y manos húmedas ¿Quién eres tú? ¡Ah, sí! El tarado de la fotocopiadora. Alberto, descorazonado, sintió ira, espasmos, desilusión. El sueño murió de un portazo. El desprecio de su anhelada damisela lo despertó. Seré un tarado pero, al menos, tengo trabajo. Y la fotocopiadora rompió el silencio de la desempleada morena. |