Ofelia, resuelta al encuentro, caminaba con la seguridad de todas las mujeres cuando han decidido a quién se lo van a dar ese día. Además, ese era su derecho: ya no tenía un marido que se lo impidiera. Llevaba dos meses separada de Pedro y ahora este vive con Rosaura en la cara de todo el mundo. Tiene su hijo, es verdad, pero éste no sabe de esas cosas ni de nada: solo comer y defecar, es lo único que hace un muchacho de año y medio.
El favorecido es Ramiro. Ramiro y Ofelia han hablado numerosas veces y en todas las ocasiones, incluso, mucho antes de ella separarse de Pedro, Ramiro le había enseñado los dientes de su impaciencia acuciante por consumar una alianza genital con ella. El se la relamía, letra por letra, y se lo repetía siempre que ella visitaba la tienda.
Por algún tiempo, Ofelia pudo resistir al asedio, apoyada en su maridaje, pero ahora era diferente y, además, propicio para bajar la guardia y cuando ya sea pública, en el pueblo, su rendición, ella sabe lo que dirán: Ofelia no tiene marido a quien rendirle cuenta y se lo puede dar a quien ella le provoque.
La tienda, a esa hora, estará cerrada. Ramiro la esperará por la puerta contigua a la principal. Entre tanto, sofocado y disfrazando la ansiedad con cervezas frías, su imaginación degustaba la decisiva ofrenda del bocado, hartar al más gratificante e intenso, y poderoso, apetito humano.
Siempre que esa mujer entraba por esa puerta, él comenzaba a descuidar a los otros clientes que se encontraran allí, con tal de que se fueran rápidos, para quedarse solo con ella. Un mes y medio después que la dejó el marido, fue el colmo: Ofelia apareció con unos pantalones de lycra negros, ajustadísimos, ostentando el volumen goloso de su sexo. Fue un gesto de alarde desafiante, cuya profunda clave, Ramiro descifró: la plaza está rendida. La resistencia cayó, y es la hora del saqueo, de arrebatarse con el botín de la lujuria.
Ramiro se deleitaba reviviendo, en su febril espera, las escenas de aquella película, cuyo título había olvidado, pero no la trama: un policía, el Dutch, perdió a su mujer en un avión que se precipitó contra el mar. Ella viajaba en compañía de su amante, que a su vez era el esposo de una diputada al congreso norteamericano. Pero lo más memorable de la película, para Ramiro, fue el primer encuentro lujurioso de estos dos engañados por sus respectivos cónyuges, Dutch, el policía de Washington y Kay, la diputada. De una avidez parsimoniosa es el mutuo despojo que se hacen de sus vestidos, este par de súbitos amantes. Pero sobretodo, la escenita que muestra las pantaletas de encajes finos, de un rosado tenue y talle bajo, es absolutamente, deliciosa. Incrementa su delicia lúbrica, la intrusión de los dedos grotescos de Harrison Ford, confiscando la pantaletica, exquisitamente íntima
Pero más excitante aún, según Ramiro, continuando con la película, es la disposición categórica de la mujer por lograr una conciliación carnal. Mientras el hombre desarropaba la autoflagelante pusilanimidad del burlado, ella había optado, enérgica y eficientemente, por el intercambio libidinoso de humores y fluidos, como exorcismo definitivo al dolor y la humillación del engaño: orgasmoterapia. Las hembras no comen cuentos de caminos.
Ofelia ha leído, en Cosmopolitan, sobre ese síndrome de la inapetencia sexual de algunos maridos. Igual, como con ella, le va a pasar a Pedro con Rosaura, ahora que están viviendo juntos: hasta tres semanas sin tocarla y, eso, durmiendo en la misma cama. Es lo que le espera a la muy pendeja. Hombres son los que sobran. Ofelia exudaba, por todos los poros, el gozo prometido, y una suave vibración interior de su vientre veterano la incitó a acelerar el paso.
Ella tocó la puerta con determinación y sin timidez, pero no tuvo necesidad de esperar. Ramiro abrió inmediatamente y ella entró como un halo de fuego.
-Una cerveza para refrescar y también cubitos de queso y jamón para matizar, ofreció él. Y él mismo: -ese bolero está bueno para bailarlo.
Y ella: -me parece bien porque ya me estoy oxidando por falta de práctica.
La proximidad alcahueta, impuesta por la música, y el entorno de intimidad y sigilo, descubrió un atajo de pequeñas y suaves colinas, incendiadas cavidades y una vegetación rubicunda que ambos recorrieron con bríos de expedicionarios afanosos. Ramiro, con astucia térmica, detectó que Ofelia llevaba solo su desnudez. Ni pantaletas rosas ni encajes finos o talle bajo. Cayó la falda y él reconoció el acierto de su perspicacia: el sexo de esta mujer estaba jubiloso y rotundo
Pero algo empequeñecía el gozo de Ofelia que, paso a paso, fue abatiendo su alegría. Y frente a ella, el rostro de Ramiro convirtióse, casi, en un llanto. En cualquier momento se le escaparía el sollozo. Turbado y encogido, Ramiro catapultó, una apocada confesión:
-esa vaina no se me para, por el mentol que me embarré cuando te esperaba, bebiendo cervezas y acordándome de las películas.
José Lagardera
Santa Ana de Coro.
Venezuela.
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