Usted enseguida va a pensar que no sé lo que hago. Contar como veraz y respaldar con vehemencia, lo que nadie sabe o comprende, si es fantasía o relato de hechos y sucesos reales; como lo afirma el que escribió estas hojas, que encontré en la casona del Paraíso.
La casona del Paraíso, así la conocen todos. Sus cimientos y paredes tenían un aspecto desencajado, descascarados por el sol, la lluvia y el viento que nos dejaba entrever la enmohecida madera con la que estaba construída. Aunque todo el mérito de su estado se lo atribuíamos al tiempo; que todo lo desgasta, lo corroe, lo carcome transformándolo en ruinas y caos, sabíamos bien que Él con su dejadez aparente, no era el responsable. Aún así, allí estaba con su belleza. Había un árbol del paraíso que era su árbol. Todos creían que Él era un descuidado de su casa, pero toda su atención y empeño estaban allí, y también al cuidado del árbol al cual nadie debía acercarse; donde sólo Él, bajo su gran sombra, tomaba notas de todas sus obras y trabajos.
Pero no importa si esta historia es tomada como incierta o verídica; lo que sí sé es que la casualidad o fortuna quisieron que yo dé con estas hojas, escritos de puño y letra de Él, ahora apresuradamente míos.
Mi apariencia como serio paleontólogo y antropólogo, está en peligro de credibilidad, y aunque puedan descubrir que soy un simple mensajero, debo hacerlo. Usted decida, las hojas firmadas por mí como Gabriel, están aquí:

Llovía torrencialmente. La tierra distaba de serla,
porque se estaba convirtiendo en un gran mar.
Los amantes, desde lo más alto del acantilado,
veían con mirada perdida, como buscando algo en
el confuso horizonte.
Los dos se miraron a los ojos. Enjugar las lágrimas
era en vano, la lluvia se encargaba de lavárselas.
Luego de mirar por última vez el gran mar de aguas
y nubes, los amantes se besaron, para finalmente
huir en vano dando coces y relinchos.
Ellos, los unicornios, sabían que ya no alcanzarían
el arca.

Gabriel
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