Las historias de amor son las más populares. Todos tenemos nuestro propio inventario de cursilerías. Algún amor imposible, algún sueño innombrable, alguna dolencia ya muerta. Vemos soles y pajaritos en cada esquina. Nos sentimos fuertes, invencibles, tontos, alegres. Renegamos de todo lo que sobra. No existe familia, trabajo, estudios, amigos. Sólo ella y sus curvas. Sólo ella y su existencia. Incluso, sus miserias maravillosas. Sobrevivir con esa historia, recorriendo nuestros dedos como un rosario impregnado de desilusiones. El amor, la lujuria, los límites ultrajados. El engaño, el perdón, la mentira. Dolores nocivos que nos envician. Que nos atrapan, que nos envuelven en esa magia incomprensible. Amarla a ella, mi único fin. Tenerla en mis brazos, mi única meta. El deseo solitario de disfrutarla, de memorizar cada pliegue de su cuerpo desnudo, de presenciar cada palabra, cada ocurrencia, cada gemido. Viajar a través de sus ojos. Dejar que me cuente mis vidas pasadas. Dejarme flagelar por su ausencia. No mirar hacia el futuro, si me faltara ella. Las historias de amor son las más populares, me contaba aquel vecino canoso, siempre sentado en plena calle, mirando en silencio cada susurro, cada mirada perdida, cada gesto revelador.
Aquel viejo tenía razón. Lorena y sus líneas perfectas. Su falda imperiosa jugando con la brisa. Su risa ensordecedora, rompiendo el eco de mi soledad. Apenas con dos semanas viviendo en la casa más pequeña del barrio, Lorena levantaba miradas, suspiros, fantasías oscuras. La novedad, la diversión de lo desconocido, la frescura de la carne recién aparecida. Lorena era su nombre y desde el primer día, entre todos tratamos de descubrir cada detalle de su vida. La mudanza fue producto del exilio de sus padres. El castigo fue enviarla a esa pequeña casa abandonada desde hace siglos. Desterrarla, enterrarla en el olvido, borrarla del mapa. Lorena pertenecía a la casta de los Mendoza, la familia más adinerada de la capital. El gran sueño de sus padres: verla vestida de blanco en la Catedral, de la mano del único heredero de los Gutiérrez. Un joven flacuchento con tres maestrías en el exterior. En una especie de intercambio, desde niños sus familias establecieron las cláusulas del contrato. Sumar millones y apellidos bien reputados. La unión de los ilustres como evento histórico de nuestra frágil sociedad. Pero Lorena tenía su propio sueño. Y más allá de aquel chico tímido de 62 kilos, su sangre se enardecía con Juan, el maestro de literatura en la escuela donde alguna vez ella estudió. Avejentado, cada día perdiendo más cabello, de brazos fuertes y gran imaginación.
Lorena descubrió la belleza de los clásicos a través de las manos conocedoras de aquel cuarentón. Y Lorena, belleza adolescente, se dejaba descubrir cada rincón inhóspito de su cuerpo palpitante. Juan había enviudado un par de años atrás, justo cuando ella se lucía como su mejor estudiante. Con algo de pudor, Lorena supo engullir su deseo hasta el momento justo, después de su graduación. Mientras tanto, aquella chica de líneas perfectas, de labios carnosos, de senos virginales, soñaba día y noche con su viejo profesor. Tenía la edad de su padre, el Jefe Municipal de la ciudad. Y Juan, sin nada qué perder ya, sin hijos, sin familia, sin perro que esperara su regreso a casa, se dejaba envolver por las cartas anónimas, por los ojos curiosos de aquella Lorena impávida en su ventana, de las indirectas candentes que le lanzaba en cada encuentro furtivo. Es un secreto para todos cómo sucedió aquello. Cómo Lorena se dejó tocar por primera vez. Cómo se despojó de aquel único honor que los Mendoza guardaban con tanto celo. Juan, sin ningún esfuerzo, se llevó el gran trofeo de las curvas a estrenar.
Cuando el joven Gutiérrez llegó a la ciudad, luego de su gran viaje por universidades de nombres extraños con idiomas distintos al nuestro, ambas familias pusieron fecha para el gran casamiento. Toda la ciudad estaba invitada. Sería motivo de fiesta nacional. Un evento sin precedentes, como dicen en las páginas sociales de los periódicos. Lorena lucía contenta, tarareaba cada mañana, sonreía sin egoísmos. El flacuchento de muchos estudios pero de pocas palabras, se sentía el dueño del mundo. Aquella chica, la más rica, la más guapa, la más deseada, el imposible de cualquier mortal, sería su esposa y lucía enamorada. Caballos, soldados y orquestas animarían la pintoresca ocasión. La luna de miel en París sería el regalo de los Mendoza, la casa en Miami sería el aporte de los Gutiérrez. La joven pareja tenía el futuro asegurado. Y Juan se perdía entre las multitudes, mirando de lejos a su amada mientras acudía, religiosamente, a todas las prácticas correspondientes. El recorrido por la catedral, las fotos, el vals. Todo calculado a plenitud. Nunca nadie se imaginó que cada noche, cuando Lorena se iba a la cama, lograba escabullirse entre los arbustos y llegaba, más sonriente que nunca, a tocar la ventana de su antiguo profesor. Se amaban hasta el cansancio, sin intercambiar palabras. Jamás mencionaron la tan esperada boda. No existía un segundo plan para ellos. Era el destino de aquella chica perfecta, adinerada y aventurera. No había discusión.
El día del casamiento, las mujeres de ambas familias esperaban con ansias el despertar de Lorena. Prepararla a la perfección era la tarea más importante de ese grupo de urracas entrometidas. Las horas volaron, los regalos invadían la mansión, el pilar de sirvientes corrían enloquecidos de esquina a esquina, los padres orgullosos recibían a los cientos de invitados, la catedral abarrotada sería testigo de tan inolvidable ocasión. La marcha nupcial irrumpió el chismorreo mientras Lorena entraba con su vestido blanco, diseñado por el mejor modisto de la nación, con cinco metros de tela envolviendo el interminable pasillo y la veintena de damas de honor cuidando que la novia no perdiera el ritmo. A lo lejos, se escuchó un disparo. Retumbó en las calles vacías. El sacerdote hizo una pausa. El revolotear de las palomas confirmaba el hecho. Los Mendoza, apresurados, ordenaron al párroco que continuara con la ceremonia, mientras el chico Gutiérrez, ansioso, rezaba porque todo terminara para arrancarle el vestido a su deseada novia. Ambas familias sólo querían cerrar el trato.
Comenzó la fiesta. Caballos, soldados y orquestas animaban la pintoresca ocasión. Los novios bajaron de la limosina blanca. Los padres, orgullosos y aún más millonarios, brindaban sin parar por la fortuna de sus hijos. Entre algunas de las mesas estaba el jefe de la Policía Municipal ¿El profesor Guevara? ¿Están seguros? ¿Una nota? ¿Qué decía? Cuando termine la fiesta voy para allá. La ola de chismes, lamentos y risas disimuladas derrumbó la fanfarria musical. La madrina de la boda se encargó de enterarse de la fatal noticia. Corrió hacia los Mendoza, les contó la novedad ¡Pobre Lorena! Apreciaba tanto a su profesor. Mejor no le digan nada, hoy no hay espacio para depresiones. Mañana se enterará. Los intentos fallidos no eximieron a la recién casada. Una de las damas de honor, vieja compañera de estudios, no tardó con el comentario ¿Recuerdas al profesor Juan? ¡Yo lo detestaba! Nos mandaba a leer tanto, pero igual lamento mucho lo que le ocurrió. Dicen que dejó una nota antes de volarse los sesos. Una frase que nadie entendió. Alguna locura, como otras tantas de ese viejo. Lorena, impávida, escuchaba. Lorena, vestida de blanco, cayó. Lorena, rodeada de gente, comenzó a llorar. Mientras el novio, avergonzado, la disculpaba apelando a su grandiosa sensibilidad. Lorena en silencio. Lorena en shock. Lorena con la mirada perdida. Lorena inconsolable. Lorena en el piso.
La veintena de damas de honor la llevaron a uno de los tantos baños de su mansión. El bullicio adornaba los grandes salones solitarios. Lorena en el baño. Lorena frente al espejo. Lorena llorando. Lorena escapó. Llegó, con su vestido de novia, a la casa del ya muerto profesor. El par de policías no la pudieron detener. Ante el cuerpo inmóvil, Lorena se arrodilló ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué no me detuviste? Señora Gutiérrez, ya que era tan amiga del profesor, tal vez entienda lo que quiso decir en su nota de despedida. Las historias de amor son las más populares. Fue la primera lección que le dio a su joven amada. Ella sólo podía decir mi amor, mi amor, mi amor. Su padre, enfurecido, llegó a la habitación ensangrentada. De un jalón sacó a su hija de allí. Después de esta vergüenza, los Gutiérrez ya no quieren saber nada de nosotros ¿Estás feliz? ¿Te sientes orgullosa de nuestra desgracia? Malparida, mal nacida, maldigo el día en que se me ocurrió traerte al mundo. Un par de bofetadas y el destierro. A Lorena la mandaron la madrugada siguiente a nuestro barrio, a aquella casa, una de las viejas propiedades de su importante familia. Al amanecer, antes que las calles se atestaran de conocidos. Al amanecer, para que nadie recordara a la inmoral heredera del Jefe Municipal.
Las historias de amor son las más populares. Y eso fue lo que aprendió Lorena. Todos tenemos nuestro propio inventario de cursilerías, así como ella. Algún amor imposible, algún sueño innombrable, alguna dolencia ya muerta. Aquella chica de perfectas curvas, sola y condenada, seguía viendo soles y pajaritos en cada esquina. Se veía fuerte, invencible y alegre. Renegando de todo, de su familia, de su marido cabrón a destiempo, de la mansión, del dinero. Cargaba un solo dolor sobre su mirada perdida: aquel viejo profesor, su primer hombre, su único amor. Lo perdió todo y, sin embargo, su belleza encandilaba nuestros ojos curiosos que, junto al anciano sentado en plena calle, sólo se ocupaban de esperarla mientras nos sentábamos en la acera. Lorena, la misteriosa chica. Lorena, la joven viuda. Lorena, la mujer deshonrada. Lorena, una de nuestras tantas historias. Aquel viejo tenía razón. Nos narraba aquella lejana aventura con sorprendente precisión. Mi hermano me llamó minutos antes de volarse la cabeza: sólo puedo amarla a ella, fue lo último que me dejó escuchar. Pobre Juan. |