Esta vergüenza de ir viviendo con la tristeza
me hace comer de las calamidades,
me entorpece los silencios, abre claves.
Envía soledades desde las tumbas, señales;
frases innombrables, atardeceres de los de la gloria,
circuitos de sangre tatuados por huracanes.

Me confieso muerto, pero tan vivo por irrevocable.

Los tribunales de la memoria empalidecen mi rostro,
aquellas revoluciones tan dignas de vida y muerte,
instantes eternos, símbolos marcados por sangre,
fantasmas supremos, irreconciliables.

Me confieso tan enfermizo como irreparable.

El día en que me apiadé de las órbitas
señale tres signos perpetuos por día,
indiqué sin miedo al posterior repudio,
me negué a la carne venenosa de mis sueños.

Me confieso estremecido, por la cobardía de la muerte en enfrentarme.