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Los langostinos que mi madre con tanto cariño me había metido en el taper sabían a plástico, o a soledad. Desde luego no sabían a fin de año. El pluf desinflado del benjamín de sidra el gaitero terminó por dejarme mustio como los langostinos.
Hay que ser muy pringado para cenar solo en fin de año. Porque es verdad que esa noche habría un montón más de médicos haciendo guardia, pero estarían en hospitales con más médicos, o al menos estarían en un centro de salud brindando con una auxiliar a la que mi imaginación no dudaba en adornar con un par de insinuantes medias blancas. Y yo en ese pueblo asqueroso de trescientos doce habitantes, más solo que la una, con mi Vademécum y mis langostinos de ojos tristes, mirando por la ventana cada cinco minutos por si la nieve. Con un poco de mi suerte podía quedarme también sin Reyes.
El mejor plan parecía arroparse con las faldillas en aquella mesa camilla y dormirme viendo en la tele aquel programa especial, tan poco especial abarrotado de espumillón y escotes.
El teléfono sonó como suenan todos los teléfonos a las tres de la mañana: con algo de maldad, algo de exigencia y mucho de atronador.
La llamada era de la superiora del convento de Carmelitas Descalzas de las afueras del pueblo. Tenía que ser del convento. Nadie más enferma en una noche así.
Sor Herminia estaba muy mal. Tan mal que no me sirvió el truco de la aspirina y el vaso de leche caliente. No era extraño porque las pocas monjas, ocho creo, que quedaban eran muy mayores. La superiora empezó a llorar y me arrancó lo último que quería decir: en cinco minutos estoy allí.
Apagué el televisor que seguía plagado de escotes. Pegué un trago de sidra disipada y me subí las solapas del abrigo. Estaba empezando a nevar, pero el suelo todavía estaba limpio.

- Ave María Purísima.
- Soy el doctor
- Sin pecado concebido, hijo. Se dice sin pecado concebido.
- Sin pecado concebido. Sin pecado concebido.
- Sólo se dice una vez.
- Me abre la puerta Madre, me estoy quedando helado.
- Ya le abro, ya. Pero digo yo, qué que le cuesta a uno hacer las cosas como Dios manda.

Cruce el umbral. La puerta se cerró tras de mí y me encontré totalmente a oscuras.

- ¿Madre? ¿madre?¿puede encender una luz?
- No te asustes, hijo, estoy aquí.
- Encienda una luz
- No puedo hijo. No puedo dejarte ver mi rostro. Nuestros votos son de clausura absoluta.
- Pero esto es absurdo. ¿cómo podré reconocer a la enferma?
- A ella si la podrás ver porque ese es uno de los tres casos de excepción. Sigue la luz.

A unos pasos de mí la llama de una vela se empezó a mover. La seguí aterrorizado por un laberinto de pasillos y escaleras. Ya me sería imposible volver solo hacia la puerta, así que concentré todas mi atención en no perder de vista aquella luz, que era mi única referencia.

La luz paró y descendió. Me acerque. Sobre el suelo un candelabro con la vela.

- ¿Madre?
- Esa es la puerta de la celda de Sor Herminia. Entre y cúrela. Por lo que más quiera, cúrela.

Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada con un descomunal cerrojo de hierro.

- ¿Madre?¿Por qué esta encerrada Sor Herminia?¿Madre?
- Cúrela, hijo mío, usted cúrela.

Descorrí el cerrojo con la certeza de que era un gran error. La puerta se olvidó de chirriar.
Si ahora contara que la celda era alargada y estrecha con una pequeña ventana enrejada al fondo que sólo servía para que el edificio presumiera de lo ancho de sus paredes, si contara que a la izquierda había una pequeña mesa de madera disputando a una silla cual era más austera, si contara que a la derecha estaba una cama con un enorme crucifijo que la hacía aun más pequeña. Si contara eso, estaría mintiendo.
Lo único que vi fue un cuerpo vencido por el tiempo en una postura fetal que parecía la señal del circulo que se cierra. Apenas podía respirar. La mujer estaba amordazada y atada de pies y manos, pero sobre todo estaba desnuda. Olía a ciénaga.
Me acerqué luchando contra la nausea y desamordacé a Sor Herminia. Sus ojos tiritaban. Se tapó la cara con las manos. Y empezó a gimotear.


- Mi San Antonio bendito, perdóneme. Mi San Antonio. No me haga daño.
- Sor Herminia, soy médico y voy a ayudarla.
- Mi San Antonio bendito. Perdóneme.

Salí fuera y grité. No sé lo que está pasando aquí, pero voy a llamar a una ambulancia. Esta mujer necesita ir a un hospital o morirá.



Texto agregado el 03-05-2005, y leído por 385 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
16-08-2005 O abandona los dogmas o muere, entre la espada y la pared. No creo que al relato le falte nada, solo que no estamos acostumbrados a este tipo de finales. Me hizo acordar a Sor Juana. Saludos! SandiLaguna
17-06-2005 ¿dónde está el resto de la historia?, me parece cruel por tu parte dejar así, en "lecturas interrupuctus" a tu fiel audiencia, thelma
06-05-2005 Duro/ real/bueno***** jjj
05-05-2005 Sorprendida me has dejado con este texto...es duro, durísimo el contenido y la forma en que lo has hecho es magistral...un beso eloisa
04-05-2005 Miedo me da a mí lo del crítico profesional (con permiso de los críticos y mis discúlpas a Josef , que estoy convencida que lo dijo con toda su buena voluntad) Menos mal que a mí esos críticos no me leen porque a mi me basta con ese espléndido párrafo de "...Si ahora contara...". Esas líneas me son suficientes para saber que es lo que querías contar. Y qué bien lo has hecho! Un abrazo y luces para ese convento, por Dios! entrelineas
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