(Cuento seleccionado para "El arca de los cuentos", de Editorial Dunken)
Comenzamos a hablar por circunstancialidad. Ella dijo:
-Siempre quise saber, qué le da este sabor especial. -Yo la miré y pregunté:
-¿que?
-Hablo del café irlandés. -respondió.
En esa época, yo estaba haciendo un curso de fotografía, y cada miércoles -luego de la clase- iba a un bar ubicado en la Avenida Corrientes al 700, para pasar un rato al que suelo llamarle: soledad en compañía.
Pregunté si podía sentarme a su mesa y ella aceptó.
Al principio hablamos de temas triviales; de lo que suelen charlar dos personas que lo único que conocen una de la otra es: ese entorno concreto actual sin pasado -que en la mayoría de los casos, alcanza un futuro a corto plazo-, y cuya duración está supeditado a lo que dure la conversación y hasta quizás, condenado, a ni siquiera ocupar un lugar en nuestra memoria.
Pero en esa oportunidad, todo indicaba que no respetaríamos el inquebrantable código de este tipo de charlas casuales, y fue así, que fuimos adentrándonos en aspectos más íntimos de nuestras vidas.
Ella me dio a probar de su café, y en unos minutos, nos vimos en la necesidad de repetir el pedido. Esta vez fueron dos.
A medida que la conversación avanzaba, no pude evitar el distraerme por momentos, perdiendo el hilo de la charla; lo que en ningún instante se debió: a un escape por falta de interés en la misma, sino mas bien, a la falta de resistencia, de mi parte, ante su belleza. Por lo que, bastaba sólo un gesto, una mirada y hasta inclusive un silencio -los que manejaba con precisión poética- para que tanto sus palabras, como el entorno mismo, pasaran a un segundo plano. Yo sólo quedaba observándola, sin atreverme a interrumpir.
Comenzamos a frecuentarnos. En un principio fueron: salidas al cine, a algún pub donde tocaran jazz -a ella le fascina-, o simples caminatas en las que nos sorprendía la noche en sitios que no conocíamos.
Y no pasó mucho tiempo antes de que, nuestras salidas -al igual que aquellos silencios de nuestro primer encuentro- se convirtieran en palabras no pronunciadas en su cuerpo, en el sutil lenguaje de su aliento en mi cuello, en el agridulce sabor de su esencia en mi boca; y nos recluíamos en mi departamento durante días.
Cada mes, nos citábamos en aquel café, para repetir a modo de juego, el encuentro que había dado inicio a nuestra relación; y ella comenzaba diciendo:
-Siempre quise saber, qué le da este sabor especial.
Claro está que, al no entrar en juego la espontaneidad, corríamos con cierta ventaja con respecto a nuestra primera charla; lo que nos brindaba la posibilidad de manejar a nuestro antojo la situación, improvisando así, diferentes formas de: cómo podría haber sido la misma; las que a veces, eran de un ingenio tal que, no podíamos mantener la seriedad en nuestros papeles y estallábamos en unas carcajadas.
Fue así que, un miércoles asistí a lo que sería nuestra décima cita. Al sentarme a la mesa en la que solía hacerlo siempre, se acercó el mozo y me entrego una nota. Era de Camila -ese es su nombre-, y la misma decía:
No pido me disculpes por no tener el valor de hacer esto en persona, pero sí que me comprendas. Sabes que me sería difícil hacerlo de esa forma, pues me convencerías a desistir de mi decisión. Conocí a otra persona. Su nombre es Pablo. Mentiría si te dijera: que sé como paso; ya que tanto vos como yo sabemos, que hay cosas que ocurren por casualidad.
Camila
No volví a tener noticias acerca de ella. Ni siquiera intenté llamarla. Aunque mantuve la costumbre, y es así que, el segundo miércoles de cada mes, voy al bar de la Avenida Corrientes al 700 y me siento en la mesa de siempre.
Si alguno de ustedes suelen frecuentar este bar, en busca de: un momento de soledad en compañía, no tienen más que acercarse a la barra, pedir un café irlandés y sentarse a mi mesa. Sólo deben preguntar por Mónica.
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