Está nublado. Estaba nublado. Lucio disertaba con estupidez alguna de sus tantas aventuras académicas. Yo, nosotros, todos, mirándolo sin oír, concentrados en la huida o en la fuga, o en los hombres que meten barullo construyendo el edificio. Los pensamientos se van y se vuelven, como si fuera marea o cosa de sangre, algo caliente que se mete por los ojos para salir por la nuca, o esperarse a sí mismo a la vuelta de la esquina -es la sensación-. Me acuerdo que no tengo la croquera y no tengo donde hacer el dibujo que me carcome la mano derecha (¿unos monos sin rostro haciendo equilibrio en unos postes de luz?). Busco con la mirada a la Pía pero no la encuentro. Doblo la cabeza con disimulo y vuelvo a mirar. No se ve. Quizás se fusionó con las paredes plomas o se fugó ya de una sala condenada a la muerte anticipada. Pía y croquera desaparecen veladas por el silencio más callado: un profe disertando. Pía y croquera son encontradas en Irak muertas de sed en el desierto asiático, huyendo, aún, de la parafernalia de Lucio y sus videos españoles maestros.
Está nublado, todavía. Estaba nublado, todavía. La sangre bullía caliente por el cuello, ansiosa, buscona, muerta en sí misma. La sangre bulle caliente por el cuello, encogiéndose en cada pensamiento incoherente que se asoma de mirar los vidrios. Lucio cuenta de las pruebas y los doce rojos, los ocho cincos y los treinta cuatros. "Era el retorno del todo, hoy día, el retorno del todo" me resuena. Me resuena y no sé por qué. Me resuena y es como locura en miniatura, o felicidad inversa, o tristeza de las grandes o muerte anticipada. Quien sabe. Quizás sea el calor o la sangre bullendo o la necesidad de respirar tierra para levitar humos, para calentar ojos y quemar cabezas.
A la salida me encuentro con la Pía pero la sangre no me deja respirar bien. Es la necesidad de huida y de presteza o del salto de tiempo necesario o pedido. La Pía me cuenta que no me entiende la letra y yo esbozo una sonrisa mental "letra de cursivas, letra de cursivas". "los dibujos son..." dice. La oigo. "Los dibujos son... ¿no los haces en grande?", ¿qué es grande?, casi le pregunto, pero digo, a tiempo, "pues... no". Zapata me interrumpe y me devela, no me da el tiempo de decir lo que tenía que decir (que quizás no era nada o era de los dibujos o era la pregunta que tenía en la punta de la lengua y hablaba de las letras cursivas que se retuercen como culebras ciegas buscando alimento en las cloacas del desierto). Zapata me pregunta si vendré mañana a clases pero no alcanzo a entender para qué me necesita. Digo, desarticulado, "¿ah?...no, no vengo" y nunca entiendo la explicación, o el por qué, porque me desconcentro automático viendo una hilacha roja que le cuelga de un hombro. Y la Pía desaparece para irse al desierto de Irak, con la croquera cómplice y vestida de verde pintado y una mano sin huellas digitales saludando al cielo caído, o a la incertidumbre. Y la Pía tenía los ojos redondos y de desierto, y hablaba del desierto y de Irak y de manantiales de agua plateada en donde las cascadas suben en vez de bajar, ayudando a los salmones a esquivar a los osos y subiendo esquimales al infinito del mundo o al principio del ártico, al círculo de las bermudas extasiado con sus lluvias australes hechas de vidrio y ozono. Pero quizás era yo el que hablaba de Irak y del desierto y las cascadas invertidas, o lo pensaba, no recuerdo, o quizás sí, pero nunca claro, porque siempre, todo, nunca es claro. Porque todo, siempre, es neblinesco y gris, y lleno de sangre que se sacude a sí misma explotando todos los recursos que tiene para ahogar a las personas o matarles los sueños para encamar sus pesadillas, para saltar y decir, entre risas vacías, que todo lo que se vive es ciertamente una broma de mal gusto y que ya, es hora de despertar por el sol infinito de un desierto cortado por cascadas que suben y suben, y vuelven a subir, alcanzando de una vez por todas lo que nadie a contado jamás. |