De Madrid no cabe esperar nada, es una ciudad para y por el azar. En Madrid no puedes buscar a nadie, solo encontrarlo. En Madrid no hay geometría, es como una de esas ciudades árabes en las que nunca sabes en que parte del círculo de su muralla te encuentras. Madrid es el caos, es el fin de la ciencia, el comienzo del terror o la poesía. Madrid es el todo que no es nada, porque no hay quien sepa lo que es, solo un cajón de sastre en constante cambio, a nadie le sorprendería encontrarse el mar en un callejón sin salida.
Madrid es una ciudad de creyentes, los madrileños, que al fin y al cabo son un pueblo de retales, son el pueblo de la fe, el nuevo pueblo del desierto, cruzando la desazón de esta vida con la ciega confianza de que un día aparezca lo que no están muy seguros de estar aguardando. El madrileño es también un animal peregrino, recorriendo los símbolos terrestres: las calles, los bares, los cines... los lugares del recuerdo o del futuro, esperando una señal sin ninguna razón para creer en ella. El madrileño no sabe cosa alguna, pero las cree todas, no le queda más remedio. La ciudad o la muerte, solo eso puedes hallar aquí. La fe o el vacío.
Es tierra de devotos, de idólatras, de coleccionistas de insignificantes imágenes en busca de la familiaridad. Una mirada, una voz, el tendero de una tienda... aquello que buscas en cada paso, un intento de reconocerte en la ciudad, la única forma de sentir que estás realmente entre el asfalto, que tienes un lugar en la vorágine, que tienes un hogar, aunque no sepas muy bien cual es. Un estar en casa bajo el ancho cielo. |