Después de aquella noche, Marta nunca volvió a ser la misma. Ya van casi seis años y ella ensimismada, enmudecida, distante. Vive en su propio mundo. A veces, creo que me odia. Me mira con esos ojos histéricos. No sé si me culpa, si se culpa a ella misma o a la mala suerte. Solía ser tan cariñosa, tan divertida, tan entregada. Cuando nos casamos, hace tanto que ni recuerdo, estaba llena de sueños. De noche solía decirme que éramos invencibles, indetenibles, inalcanzables. Besaba divinamente. Sobre todo antes de dormir, siempre lista para la acción. Su pasión me embriagaba. Era contagiante. Podía estar exhausto, agripado o de mal humor, pero siempre se las arreglaba para hacerme caer. La eterna batalla. El sudor, las sábanas, los gemidos, los susurros. Era mágico. Maldigo mil veces aquella noche. Todo se fue al demonio cuando la vi empapada en la puerta. Había llorado durante horas. Tenía el cabello enredado, la ropa rasgada y restos de sangre en la nariz ¿Por qué no estuviste allí? Fue lo único que alcanzó a decirme. Y esa maldita frase me retumba en las venas.
Día y noche me repito esas palabras. Las escucho una y otra vez, como una especie de sádica conciencia que trata de enloquecerme ¿Por qué no estuviste allí? ¿Por qué no estuviste allí? Nuestra vida se convirtió en un infierno después de aquella noche. La tormenta fue un presagio. Al día siguiente, envió a Cristina a un internado. Ni siquiera pude despedirme de ella. No sé qué le contó, pero Cristina jamás regresó a la casa. Al graduarse, se fue con una beca al extranjero. Nunca atendió nuestras llamadas. Ni una maldita carta nos escribió. Después de mucho tiempo, ubiqué su número telefónico. Estaba en España. Me atendió un tal Ernesto. Me contó que se habían casado y que ella se había hecho socióloga. No sabía que existíamos. Cristina le había dicho que era huérfana ¿Por qué no estuviste allí? ¿Por qué no estuviste allí? Seguramente le dijo que había sido mi culpa. Por eso nos enterró. Su madre ultrajada y su padre un pobre cobarde. Tal vez yo hubiese hecho lo mismo. Olvidarme de todo y seguir con mi vida. Pero después de esa noche, me sentí demasiado responsable como para abandonarla. Su trauma se convirtió en una patología. Si no estuve esa noche, mucho menos podía dejarla con toda esa mierda dándole vueltas en la cabeza.
No fue mi culpa. Ella decidió salir esa noche con sus amigas. Le dije que esa zona era peligrosa. Pero ¡Claro! Aquel bar estaba de moda y no quería perderse la oportunidad. Fue su decisión. Fue su decisión quedarse hasta tarde y tratar de tomar un taxi en plena calle. Había tomado demasiado. Ni siquiera le importó la lluvia. No había ni alma a la vista. Y ella allí, sola, empapada, tambaleante, con su escandalosa minifalda. Demasiada tentación para que el destino la ignorara. Fue su decisión, ella no me quería allí. Esa una noche sólo para mujeres, me dijo con su voz chillona y emocionada antes de salir. Fue su decisión, no mi culpa.
No fue mi culpa. Ella decidió salir esa noche con sus amigas. Le dije que esa zona era peligrosa. Pero ¡Claro! Aquel bar estaba de moda y no quería perderse la oportunidad. Fue su decisión. Fue su decisión quedarse hasta tarde y tratar de alcanzar un taxi en plena calle. Había tomado demasiado. Ni siquiera le importó la lluvia. No había un alma a la vista. Y ella allí, sola, empapada, tambaleante, con su escandalosa minifalda. Demasiada tentación para que el destino la ignorara. Fue su decisión, ella no me quería allí. Esa una noche sólo para mujeres, me dijo con su voz chillona y emocionada antes de salir. Fue su decisión, no mi culpa.
Fui lo más compresivo posible. Guardé silencio, la ayudé con la denuncia en la policía, la acompañé a terapia durante tres años y no le volví a poner un dedo encima. Ni siquiera la juzgué cuando comenzaba a tomar a las nueve de la mañana. Vodka, ginebra, whisky. Lo que se le atravesara. Nunca le comenté nuestros problemas económicos cuando decidió renunciar al trabajo. Su paranoia y la intensa lucha para quitarse la vida me alarmaron. Le dije que buscáramos ayuda. Le encontré un “lugar de descanso” ¡Pero no! Ella sólo gritaba que quería zafarme de nuestra historia. Así que cambiamos de psicólogo. Estaba convencida de que el anterior quería acostarse con ella. Dudo que aquel anciano recordara lo que era una erección. En fin, la complací. Al doctor Hernández me lo recomendó mi jefe, me aseguró que había ayudado mucho a su esposa cuando la menopausia le tocó la puerta. Marta me puso los cuernos con él. Debí suponerlo desde que lo vi en la primera consulta. Joven, bronceado, musculoso, sonrisa brillante, ojos claros. Al menos, el doctorcito pudo salirse rápido del paquete, cuando ella le dijo que me abandonaría para escaparse con él. Huyó rápidamente. Todavía lo envidio. Él, libre. Yo, hundido en este laberinto sangriento. Además, después de aquella noche Marta no me dejó volver a tocarla. Y él, gozándosela cada martes y jueves, cobrándome cada polvo como una de sus consultas. El crimen perfecto ¿Cierto? Cabrón y arruinado.
La agonía me ha hecho más fuerte. También más cobarde. He resistido durante años, pero aún no he podido salir de esta espiral enfermiza que me carcome de a poco. Maldigo a ese hombre en ese taxi que se topó con Marta aquella noche. Hubiese querido matarlo. Seguramente ya estará muerto o desmembrado. Esa clase de gente suele encontrar su destino más rápido que nosotros, los pendejos con pe mayúscula. Además, hubiese sido improbable que atinara al primer intento. El revolver que guardo en mi despacho tiene una sola bala. Obviamente, no tengo los cojones para ir a una armería a comprar municiones. Una vieja creencia de mi papá. Fue su regalo de bodas. Simpático, sin duda. Ahora que vas a tener una familia, tu deber es protegerla sobre todas las cosas. Pero tiene una sola bala, papá ¿Qué tanto puedo hacer con eso? Procurar tener buena puntería. Tampoco quiero que te pudras en la cárcel por un crimen pasional. Marta me parece un poco fácil. Sospecho que te va a ir muy mal con ella. Pero es tu vida y si decidiste ser un cabrón en potencia, yo lo respeto. Así que no tenía caso buscar al taxista violador para limpiar el nombre de mi esposa. No suelo ser vengativo. La policía, obviamente, nunca lo atrapó. Debe estar con el doctor músculos riéndose de mí. El pobre cabrón.
Lo que mi adorada Marta ignora es que cada noche, cuando finalmente se queda dormida y el silencio borra completamente sus chillidos, voy al despacho, saco el revolver y me lo pongo, cuidadosamente, en la sien. Su tacto rígido y frío es lo único placentero que he podido sentir en estos últimos seis años. Pero sería darle la razón a ella. Y lo mínimo que podría desear para mí, es morir con dignidad ¿Por qué no estuviste allí? Fue su decisión, su borrachera, su imprudencia, su minifalda vulgar. Entonces, me escabullo a la habitación. Sigilosamente, acerco el revolver a su sien. Unos pocos milímetros separan nuestras miserias de nuestras libertades. Recuerdo a mi padre y su sabio consejo sobre el crimen pasional. Sería darle la razón a él. Y, lamentablemente, después de tantos años de tortura, cada día me convenzo más de que sí, el muy desgraciado tenía razón. La mayoría de las veces, ella se cambia de posición y yo me devuelvo, aterrado, al despacho. Guardo el revolver, maldigo un par de veces mi mala suerte, y me voy a dormir. Esa es mi rutina, mi pequeño secreto. Mi válvula de escape. El único sueño que me queda.
Esta mañana, antes de ir al trabajo, me dijo ¿Por qué no estuviste allí? Todavía seríamos felices. La ira, a través de sus ojos, me embriagaba como esas noches de sexo interminable que solíamos tener. El alcohol, a través de su aliento, me dio ganas de asesinarla. Acabar con ella. Punto final a la desgracia, a su sufrimiento, al trauma, a mi laberinto sangriento. Pero ¿Eso me haría, realmente, feliz? ¿De verdad me liberaría, pudriéndome en la cárcel tal como lo advirtió mi papá? ¡Qué día tan largo en la oficina! Interminable. No podía sacarme la imagen del revolver en mi cabeza. Marta, aquella noche, la lluvia, ella empapada, los rastros de sangre en su nariz, el cabello enredado, su ropa rasgada, sus ojos hinchados, Cristina en el internado, el tal Ernesto diciéndome que se habían casado, el doctor musculoso, el taxista violador, la única bala en el revolver. Marta, yo, ella o yo. Su vida o la mía ¿Cuál de nuestras miserias? ¿A quién liberar? ¿Joder a cuál de los dos con la muerte del otro? Ella o yo, Marta o yo, su miseria o la mía. Elegir. Tomar una decisión. Así como ella lo hizo aquella noche. Los papeles acumulándose en mi escritorio mientras yo evaluaba tantos años de infierno. El dilema, la decisión. Ella o yo. Una bala, una salida. Su miseria o la mía ¿A cuál de los dos tenía que liberar? Tal vez con uno de esos 25 cuchillos japoneses que Marta tiene en la cocina, siempre bien afilados. Pero los gritos, la sangre, sería demasiado trabajo ¿Con una almohada en su cabeza, quizás? Mucha fuerza y sangre fría. Esa única bala tiene la respuesta. Rápida, fría, casi muda. Tiene una llamada por la línea uno. Ahora no, estoy ocupado. Señor, es la policía, dicen que es urgente. Aló sí ¿Qué desea? Lamentamos informarle que encontramos a su señora esposa muerta en el despacho de su casa. A su lado, había una nota que decía: ¿Por qué no estuviste allí? Venga lo más pronto posible. |