La ciudad caía en una silueta de esqueletos puntiagudos y lejanos. Con el torso desnudo, las pequeñas figuras de cristal, enmudecían bajo los colores de la tarde. Y el rojo enfurecía al cielo navegando entre las aguas, abriendo paso de ladrillos y cementos, suspendidos en esos mismos aires. La vida se repartía entre el silencio y lo eterno, con los ojos habitados de nieblas y olvidos ante las calles sin transeúntes. Debajo, el asfalto teñía de gris al mundo de los rascacielos, pintando la lejanía de sus pies plomizos hasta rozar el universo con sus caras. Todo fluía en los laberintos de baldosas que conformaban las aceras, despobladas de lo humano. A lo lejos, los cerros comenzaban a esfumarse entre las nubes, encadenados al infierno de sus lavas, muriendo y renaciendo cada aurora. Con la noche, el dibujo de luces encendía la vida alcanzando eternas avenidas, donde algunos autos transitaban lánguidamente la monotonía nocturna. Detrás, la ciudad se descifraba en una suma de estertores, mientras asomada tejía los sueños en esa infinita madeja de la vida.

Ana Cecilia.