Nos reunimos aquel día como todas las tardes, dimos algunas vueltas por el barrio y de pronto la hallamos. Ahí estaba ella la inefable, semidesnuda invitándonos a pasar a la casa abandonada.
-Adonde van tan apuraditos- Nos dijo con su boca irrechazable.
-No en realidad…no íbamos a ningún… -Contestamos tan nerviosamente que hasta le sacamos unas risas.
Nos condujo entre los escombros hacia una sala destruida, único lugar en pie que quedaba. Luego de instalarnos entre los derrumbes, nos dijo que la esperáramos un momento. Nosotros sólo nos miramos saboreándonos con aire machista, el festín que nos daríamos.
-Las Amazonas, son una alpargata comparadas con esta-Dijimos burlones
Al rato llegó hasta el lugar vendándonos los ojos con malicia.
Nos condujo hacía una habitación contigua, otorgándonos caricias espeluznantes. Una vez ahí sentimos un frío que daba espanto. Retiramos presurosos las vendas y descubrimos que ya era absurdamente de noche y que además el lugar estaba perfectamente amoblado.
Aquella tarde Andrés me planteó ir a la vieja casa para ver a la inefable. Los rumores decían que era una cándida de unos 25; que quienes la hallaban desaparecían para siempre, engañados como navegantes por el canto de las sirenas rameras.
La cosa es que estábamos ahí libidinosos y confundidos, aguardando el momento exacto en que ella digiera algo así como:
- ¡Al ataque perros!
Pero en cambio apareció triste, vestida como para bailarse un tango y nosotros, cegados por la excitación nos dijimos:
-¡Ah, un jueguito erótico!
Sin embargo, y para nuestra ya espantada sorpresa, encendió una vieja vitrola y comenzó a sonar un charlestón de antaño. Perplejos un instante, comenzamos a seguirla como pudimos en sus pasos desenfrenados, mientras a la vez nos acercábamos lascivos por el frente y la retaguardia.
Ella reía embriagada al ritmo del sonsonete miserable.
Andrés por su parte, casi en éxtasis y con una falta de cordura absoluta, cerraba los ojos y me decía poseído:
-¡Esto es lo mejor que me ha pasado Manuel, lo mejor!
En mi mente sólo gravitaba una idea, tomar a la inefable y aniquilarme entre sus piernas.
Mientras tanto Andrés ya semidesnudo, gritaba con euforia:
¡Viva el charlestón, mierda!
Seguíamos bailando, cuando de pronto ella comenzó a desnudarse, ordenándonos a seguirla.
Una vez que estuvimos listos, nos vendó nuevamente los ojos depositándonos boca arriba en una gran cama. De pronto volvimos a sentir un frío desgarrador, y al retirar las vendas vimos a la muchacha de rodillas cubriéndose el rostro con sus manos.
Permanecimos gélidos, mirándonos con culpa, conjeturando con respecto a si nos habríamos sobrepasado. Nos pareció de súbito que sólo habíamos encontrado a una joven triste y confundida. Fue entonces cuando repentinamente la inefable dejó de tocar el suelo. Sus pies desaparecieron, sus rodillas gravitaban a centímetros del piso, y ante nuestras miradas aterradas, desde su boca comenzó a brotar burbujeante una sangre ennegrecida. Intentaba decirnos algo, pero sus palabras se volvieron polvo al instante. Andrés, luego de unos intentos desesperados por ponerse de pie, sólo logró desplomarse en un desmayo violento.
La muchacha me miró con sus pupilas dilatadas, con la boca torcida del espanto, hasta de súbito incorporarse en una belleza divina. Yo me acerqué tembloroso y extrañamente impasible hasta su lado. Intenté decirle cosas dulces pero mi voz había muerto. Ella se levantó con lentitud trasportándome entre sus brazos en una danza de otra época. Me comentó que los hombres estaban solos, tristes, encadenados a sus faltas.
Las murallas se despedazaron hasta los cimientos, la vieja sala se convirtió repentinamente en polvo y desde la humareda apareció la inefable espectral y libidinosa diciéndome entre burlas:
-Soy el fantasma de las calenturas venideras.- Entonces me tomó entre sus brazos y me arrojó con malicia contra el suelo. Luego comenzó a besarme con lascivia los ojos, la boca, el pecho, las ingles, hasta envolverme en un sueño abigarrado como de pequeñas muertes incesantes, en el cual me mostró la totalidad de mis cadenas y mis espantos.
Al día siguiente nos encontraron semidesnudos con Andrés, inconscientes entre los escombros de la casa abandonada. De nada sirvieron sus excusas ni alegatos, ya que nos apodaron los “inefables”.
Andrés decidió autoexiliarse del barrio ante tal humillación.
Yo por mi parte, vagué largo entre las calles sin poder nunca más hallarla.
Me senté entonces a pensar en lo ocurrido, en el orden de los acontecimientos, en el acomodo dulce de la historia.
Al fin sólo opté por sonreír y rememorar con cierta culpa libidinosa, las caderas y los muslos fantasmales, de la inefable Jacqueline Retamales; la puta más linda y sensible que vio jamás un vecindario.
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