Me calzo los lentes amarillos y comienzo a caminar con ellos tarareando algo sobre un yo que malvive de pensión en mi corazón. Un uniforme blanco me cruza haciendo trinar en sus bolsillos una caja metálica que huele a quirófano. Dos pasos después descubro un alguacil perpendicular al muro –así de rápido pienso y descarto la posibilidad de tomarlo. Se me ocurre que espera mansamente, sabiéndose víctima de sus últimos latidos. Consuelo mis ganas táctiles tomando un puñado de hojitas secas de chivato que se vuelven harina dulce entre mis dedos. Apenas estoy sacudiéndolos cuando, sorprendida, abro aún más la curva que me defiende absurdamente de la panza blanca de una víbora. Absurdamente: así lo indican los zumbidos de las del chiste de la sopa que se reunieron en torno a. Unos pasos más y retomo el tarareo, otra soledad vestida de joven pasa haciendo lo mismo y sonrío. En el pasto, dos guantes de latex amarillento traen más muerte a la escena y más adelante un grupo juega a medir la tierra o el suelo con uno de esos aparatos cuyo nombre nunca supe. Hombres cortan el pasto y yo quiero una lapicera. Entro al primer quiosco: sobre el mostrador un vasito lleno de jazmines. Dos ojos húmedos me explican que sólo hay tinta negra. Asiento -el azul no va con el relato, ustedes comprenderán. Me quedan cinco centavos en el bolsillo y mientras cruzo la avenida para sentarme en la plaza a escribir recuerdo una vieja hipótesis respecto a que algunas almas pesan más de 21 gramos. Estoy en plena tarea de registro cuando levanto la vista y percibo que a mis espaldas cruza el guardapolvo rubio que casi inauguró estas líneas y ahora las confirma: Muerte y Absurdo. Poesía. Misteriosamente, las luces del parque están prendidas. Y la tarde se nubló. Me saco los lentes amarillos.