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Una taza de azúcar
Cuando abrí la puerta lo supe. No me pregunten cómo. Simplemente lo supe. Que esa noche algo extraordinario ocurriría. El chocolate caliente que no podía beber porque una y otra vez desaparecía de la taza fue el primer indicio, la cortina que dejaba entrar la luz de la luna llena a pesar que la corría para que la ocultara, el segundo, el extraño calor de mi cuerpo, el tercero y mi libreta de direcciones con las hojas dobladas por la mitad era el cuarto dato de que algo estaba pasando. Yo lo sabía. Celina vino a pedirme azúcar antes de las ocho y le dije que la buscara en la alacena. Pero no había azúcar, ni siquiera alacena. Me miró con sorpresa y se marchó con prisas. Estaba cansado de mi trabajo rutinario en la biblioteca archivando y clasificando libros sin parar. Un rasguño en la puerta me hizo saltar violentamente el corazón. El presentimiento que tuve desde que me levanté de la silla del comedor se hizo acero y me apretó el corazón. Respiré profundamente y enfrenté mi destino.
La mano me temblaba ostensiblemente cuando giré el pomo de la puerta. ¿Qué era eso?
Unos ojos raros miraban tras arqueadas pestañas. Eran diferentes. Uno era azul y el otro verde. Rizos por todas partes y cierto desenfado en el andar denotaban elasticidad, elegancia y agilidad. Quise preguntar quién era. Lo intenté. Moví los labios para modular las palabras, pero se negaron a salir de mi boca. Entonces entró. No dijo nada. Se me acercó y me miró fijo a los ojos. Tuve miedo, mezclado con un extraño placer que me recorrió el cuerpo hirviente y afiebrado.
Quería preguntar, saber quién era, qué era, pero no podía articular palabra, entonces tuve la vana esperanza que dijera algo, que me explicara lo que me pasaba, lo que yo desconocía. Pero no dijo nada. Un susurro y un débil gemido fue todo lo que profirió.
Como si me hubiera hipnotizado, mis ojos se fundieron en los suyos y entonces ocurrió. Todo giraba vertiginosamente, el verde mar se convertía en una mancha azulina y la calidez y suavidad de su cuerpo me devolvió la vida. La abracé con pasión y temor, temiendo perder ese refugio suave. La euforia se mezcló con un sentimiento de ternura que hacía correr la sangre por mis venas con tanto ímpetu que pensé que caería, que estaba al pie de un abismo insondable, mis oídos no podían soportar el ruido, pensé que estallarían. Un instante y todo terminó. El letargo llegó con la oscuridad. Celina me miraba con sus ojos de gato. ¿O no era ella? Celina. ¿Quién era ella? Nunca supe qué quería de mí. Todos los días pidiendo azúcar a la misma hora. Le pedí que se fuera. Ella abrió la boca y me llenó de baba. Quise sacar el rostro, pero no pude. Ellos estaban aquí. Me inmovilizaban. Y no podía resistirme, ni defenderme.
Era Celina el monstruo más terrible que se había ocultado en la puerta cerrada del departamento de al lado. Ella venía por las mañanas, con la excusa de la taza de azúcar estudiaba mis reacciones, quizás quería vender mis órganos a alguna mafia dedicada a ese tráfico. O tal vez venía de otro mundo. Dos losas estaban sobre mis ojos. Eran mis párpados. Pero la veía bien. Tenía cuatro piernas. Cortas. Blancas, enruladas y algodonosas. Y sus ojos eran malignos. Y su lengua pegajosa. Inmóvil, quise gritar, pero la voz murió en la garganta hasta que ella se arrojó sobre mí y me envió a un abismo más negro que una noche sin luna.

La reunión de los miembros del club del libro es en casa. Desde la planta alta oigo las voces de las mujeres como un enjambre rumoroso. Me dirijo hacia mi escritorio para que nadie me vea. Sé que preguntarán por mí a Celina y ella repetirá por enésima vez cómo, años atrás, me conquistó por casualidad, ya que la excusa de la taza de azúcar no le dio resultado.
-...si no hubiera sido por la gripe, la fiebre y mi perrita “Jazmín” nunca se hubiera fijado en mí.
-Ay, yo también conocí a mi Juvencio en situaciones tan inverosímiles...
Cerré la puerta y respiré aliviado. Tomé la llave redonda de la caja fuerte. Con ella abrí la puerta de la pieza secreta disimulada por la enorme biblioteca que tomaba toda la pared. El viernes habría luna llena y Celina pasaría la noche ahí. Como lo hizo cada mes durante tantos años. Para evitar las muertes de los perros del barrios y otras cosas que no quiero recordar como cuando una vez se escapó. Sí. Todo estaba en orden, la gruesa cadena con el candado, la comida fría, todo preparado para recibirla hasta que al día siguiente se convirtiera de nuevo en la dueña de la casa y en mi amada esposa.

Texto agregado el 30-04-2005, y leído por 832 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
01-01-2008 Me gustan tus historias!. durmientes
28-06-2007 casi no me agrado, pero no eres tu, aprendio que cuando se te lee, tiene uno que estar calmado, sereno, atento, con tiempo, etc. regresare cuando tenga un espacio para tus escritos pues se lo merecen y es injusto leer tus obras asi como estoy hoy. exsagitaria
09-05-2007 Super entretenido, y un final que recuerda que el amor existe siempre. Felicidades.yo patito3851
19-01-2007 Pones a pensar al lector... buen detalle. kilinyros
26-04-2006 Has escrito una narración muy bella, con palabras risueñas que atraviesan el corazón. Muy bueno. mandragoras
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