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Cuando llegué a la clínica ya había anochecido. Yo había estado toda la tarde en el estudio, cuando recibí la llamada urgente que Darío se había accidentado y que estaba en la Americana. Quien me llamó a darme la noticia fue Adriana, su novia, no tenía ni idea qué decirle, tampoco podía entenderle mucho, estaba totalmente ida. Me detuve un instante y me acordé las tardes en que íbamos con Darío al cine. Tendríamos quince años, y nos la pasábamos fumando durante toda la película, y comiendo chocolates. Luego, íbamos de vez en cuando a comer un cuarto de pollo allí en El Fogón a la salida del cine, y tomábamos el micro de regreso a casa antes de las once.

Pero esto había pasado mucho tiempo atrás. El tiempo hace que los recuerdos lleguen borrosos, exagerados, cromáticos, tan es así que podía acordarme hasta del nombre de la primera enamorada de Darío, pero no enfocaba su cara por nada del mundo. Me asaltó a la memoria la vez que lo tuve que llevar como fardo a su casa porque se desmayó en la fiesta del monstruo Páez de tanto pisco que tomó. Le tuve que explicar a su mamá que el pobre se había caído, pero ni yo podía articular palabra con tan mala suerte que la vieja me comenzó a pegar a mí diciendo qué es lo que había hecho con su hijito.

Subí a mi carro. Adriana no me había dado pormenores del asunto, es más no lo veía a Darío hace como tres meses, se había ido a la selva a manejar unas tierras de su tío, sólo unas esporádicas llamadas telefónicas nos mantenía unidos. Adriana parecía que no lo echaba de menos. Tan pronto Darío se fue a la selva, se desaforó, salía desde el miércoles y no paraba hasta el domingo. La espié en forma silenciosa durante algunas noches, y la seguía. Tenía parece un novio de repuesto, pero lo trataba de mantener al margen de todo conocimiento público. Me asustó la forma cómo se besaban y se tocaban en las esquinas despobladas de la ciudad. En algún momento quise comentarle a Darío, pero veía que hablaba con tanto entusiasmo e ilusión de Adriana, que mejor decidí ignorar la realidad.

Cuando llegué a la clínica, me encontré con sus padres. La madre no dejaba de llorar, y el padre miraba la nada con una precisión matemática y una total carencia de sentimientos. Me comentaron que de emergencia, lo habían llevado a cuidados intensivos, que no se podía pasar a verlo. No quise preguntar más, y fui a buscar a Adriana. La encontré afuera, donde estacionan las ambulancias. No se había arreglado, no se le veía bien. Me abrazó llorando y me dijo que porqué pasaba estas cosas. Pensando en responder que el designio de Dios y todas estas cosas, pero la madre de Darío nos interrumpió. Me comentó que había recuperado la conciencia y que preguntaba constantemente por mí.

Nunca se sabe cómo actuar ante estas situaciones. Si entras muy serio, el paciente cree que está ocultando algo, si entras llorando, el paciente piensa que todo está perdido, si te entras riendo, pareces un idiota que está totalmente insano. Al final elegí una mezcla de las tres actitudes.

Me escoltaron a la puerta de cuidados intensivos. Darío tenía un tremendo color morado en la frente, y estaba totalmente conectado de por lo menos cuatro tubos. El sonido constante del pulso cardíaco estaba aún presente. Su respiración era cansada, gangosa. Tenía los ojos cerrados, tuve la intención de darme media vuelta para retirarme, pero en ese momento, sus ojos se abrieron. Casi inaudible, me pidió que me acercara y me agarró la mano con una fuerza que me hizo doler. Sus ojos ya no destilaban esa vitalidad de los quince anos y el cine. Me miró más bien con la idea que el que estaba mal era yo, y me pidió que por favor cuidara de Adriana, que no podía ser de otra manera, yo me iba a encargar de ella, que no se preocupe. Pero si no te va a pasar nada, en tres días vas a estar afuera, de lo más bien, no te preocupes por nada. Sin embargo, movió la cabeza y sus ojos se fijaron en la máquina que registraba las pulsaciones.

Me pidieron que me retirara, porque tenían que hacerle otros exámenes. Sus padres me comentaron que un camión lo había chocado, y que tenía una serie de traumatismos, que el pronóstico era incierto. Me senté sin saber qué decir, y me dio hambre. Quise comentarle a los papás lo de Darío, pero nuevamente la madre lloraba y el padre jugaba a que no pasaba nada. Nos permitieron quedarnos hasta que el doctor salió y llamó a los padres. Nunca había escuchado un grito como el de la madre, me hizo saltar del asiento y me causó una enorme angustia. No había nada que hacer, el traumatismo era de carácter fatal, hicimos lo que pudimos. Recuerdo que no lloré, y hasta ahora que escribo esto, no he llorado por Darío.

Cuando me acordé de Adriana, ella se había ido sin enterarse de la noticia. Al día siguiente, la llamé, y le dije que tenía algo que decirle. Ella no se inmutó y me dijo que sabía que Darío se había muerto. Le dije que si quería podíamos salir a conversar, que cómo se sentía. Sentí un remezón cuando dijo que bien, que hoy se iba a bailar, que para ella, comenzaba una nueva vida.

Texto agregado el 20-08-2003, y leído por 181 visitantes. (0 votos)


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