Mi corazón tiene algo…
(Cuento autobiográfico)
Luis Antonio Rodriguez Torselli
… Tiene algo y me he dado cuenta que no es un infarto; no es la hipertensión, ni mucho menos el stent que me introdujeron en la coronaria hace ya casi cinco años. Se trata de otra cosa.
Todo empezó en el año de 1960 cuando yo tenía 11 años y varios meses. La conocí en la casa de mi abuela Queta.
Me la presentó Luis, mi tío y padrino, y desde el primer momento, se dejó acariciar suavemente. Su textura, sus formas, su voz… fue una impresión perdurable; un momento que no podré olvidar jamás… Y de eso hace ya casi cuarenta y cuatro años.
Tímidamente le pregunté a Luis si me enseñaba a tocarla y me sorpresa fue muy grande cuando me dijo llevátela y me enseñó una escala.
Después de ese momento Luis me dijo: “vamos a la casa pues te tengo que dar un método para que la toqués bien”. Caminamos juntos y al momento sacó el método de Carulli. Ahora yo tenía un problema: ¿Cómo hacía para entrarla a la casa?
Llegué a la casa y al entrar, Paco me dijo: ¿de donde sacaste esa guitarra? Y le respondí que la había encontrado tirada a la vuelta y los comentarios de que suerte había tenido… etc.
El problema se me hacía cada vez mayor puesto que hacía ya varios años que estaba estudiando violoncello y ahora me embarcaba en una aventura distinta, con el agravante que no manifesté mi deseo de estudiar la guitarra y mucho menos quien me la había proporcionado. Aunado a esto, el sueño del viejo era que yo fue cellista al igual que él, pues sus amigos, incluido Poncho Alvarado había puesto en una tarjeta de felicitación por mi nacimiento:”para Luis Antonio Casals”.
Un día, mientras estaba estudiando una lección que Luis me había dejado, se acercó Paco y me dijo: “Ese método era de mi papá pues yo lo empasté; mis iniciales están aquí” y me las señaló.
En ese momento, no tuve mas remedio que confesar la verdad y la pregunta no se hizo esperar: ¿y el cello, entonces? Respondí que seguiría con el estudio de los dos instrumentos simultáneamente y vi un moviendo negativo de cabeza, y me sentenció: “allá vos”.
A finales de octubre de 1960, Luis había llegado a la casa y me esperaba pues ya había convencido a mis papás que me dejaran ir con él al puerto de San José, pues como él era el médico del IGSS en ese lugar, tenía que irse y no quería que abandonara el estudio del instrumento.
En fin, me fui y desde el primer día que amanecí en el puerto, se inició la rutina: tres horas de estudio por la mañana y después un rato a la piscina de un hotel cuyo nombre no me acuerdo, y aún se encuentra de pie, o al mar. Después de almuerzo, otras tres horas de estudio y después a la piscina o al muelle a tratar de pescar algo.
Cuando íbamos al muelle, me recuerdo que las horas transcurrían tratando de pescar y sin darnos cuenta, regresábamos hasta la una de la mañana. Más de alguna vez, picaron algunos animales grandes pero se soltaban. Lo que si logramos en alguna oportunidad fue pescar un róbalo de un tamaño regular que al día siguiente lo almorzábamos.
Un día, en lugar de iniciarlo con el estudio, nos fuimos al mar pues había una mancha de “jaibas” unos cangrejos azules y muy grandes. Al llegar a la playa, tomábamos una toalla y agarrábamos al cangrejo y le cuando se prendía al trapo, le quebrábamos las tenazas y los echábamos en una cubeta. Por supuesto que ése fue nuestro almuerzo.
El estudio de la guitarra algunas veces se volvió como una pesadilla, pues Luis al estar en la clínica, siempre escuchaba como sonaba lo que estudiaba.
Por el carácter un poco violento, más de alguna vez se acercaba y dándome un coscorrón me decía: “solfeá cabrón” y se estaba al lado mío corrigiendo mi estudio, aunque muchas veces no era de buena manera sino enojado pues quería que las lecciones salieran casi perfectas; que no se oyeran los chasquidos de la cuerdas y mucho menos los “sobones” de las mismas.
Más de una oportunidad me preguntaba por qué estaba en esa situación aguantando al maestro enojado. Situación que llegó al límite como a las dos semanas y media de estar con la rutina de estudio pues cuando quise estudiar un día por la tarde, me fue imposible tocar la lección en la menor del método, pues con sólo medio tocar las cuerdas, las yemas de los dedos de la mano izquierda me quedaban marcadas y con un dolor insoportable. La furia de Luis no se hizo esperar pues consideraba que eran mentiras mías. Llegó a colocarme él mismo los dedos y aún no convencido me dijo “pues dejá esa mierda”. Al rato me llamó y yo con temor me acerqué y dijo que nos íbamos al muelle a pescar. Ya regresamos como a la media noche.
Al día siguiente, nuevamente tomé la guitarra y proseguí con el estudio. Yo con la pena del violoncello, pues aún cuando eran vacaciones escolares, yo no lo estudiaba por dedicarme a la guitarra y al comentárselo a Luis me dijo: “tirá a la chingada el cello; es mejor que sigás con la guitarra. Más adelante me lo vas a agradecer”
El estudio muchas veces me parecía insoportable, no sólo por las dificultades que se presentaban sino por lo enojos del maestro. Aún así seguí estudiando.
Regresé a la capital a finales de noviembre o principios de diciembre, ya no me recuerdo muy bien, y continué estudiando yo sólo.
Luis venía esporádicamente a Guatemala y me mandaba a llamar para que llevara la guitarra y me daba clase: unas dos horas de estudio continuado.
A los tres meses de haber iniciado el estudio, me puse a escoger que quería tocar: el estudio de concierto No. 22 de Napoleón Coste o un Preludio de Juan Sebastián Bach. La decisión fue difícil. Las dos piezas me agradaban y también tenían un grado de dificultad similar.
Me decidí por Coste. El 13 de enero de 1961 llevaba estudiada la mitad y ya para el 30, la había finalizado. El estudio fuerte tuvo su fruto. Me estaba convirtiendo en guitarrista. Al iniciar este año, me inscribí para continuar con mis estudios de violoncello y Guayo, mi maestro, me echó de la clase pues por quedar bien con él, Juan Gabriel, mi primo, le contó que yo estaba estudiando guitarra. El argumento fue que no se podía combinar el estudio de uno y otro instrumento. Guayo, compañero de Luis en la Sinfónica, sabía que el era guitarrista y en la orquesta tocaba el contrabajo; pero aún así, me dijo que ya no podía seguir.
Ese fue un golpe muy fuerte para Paco, pues su ilusión se truncaba pues yo nunca sería cellista. Pero dentro de todo, se dio cuenta que si su papá fue guitarrista y compositor de varias obras para el instrumento, además de ser el iniciador en la guitarra de su hermano, no era tan malo que yo fuera guitarrista. Ahora estoy seguro que ya no le importa que yo sea guitarrista, pues su sueño, en cierta forma, se le realizó: una de mis hijas, ahora toca el violoncello que además es “Su violoncello” pues él se lo regaló.
El estudio de Coste era mi pan diario y a finales de ese año, me sentí lo suficientemente “aventado” para estudiar – ya sin maestro – “La Danza Mora” de Francisco Tárrega. Recuerdo la cantidad de veces que repetía y volvía a repetir la escala del inicio de la obra. A veces me desesperaba de hacer lo mismo, pero insistía una y otra vez; tanto así, que para el 24 de diciembre, la nochebuena, después de los cohetes de medianoche, mientras los viejos iban a tomarse un trago con don Lico Nave, yo me desaparecí y me encontraron a la una y media de la mañana con la guitarra entre mis brazos: estudiando. Así fue el estudio del resto de la pieza. Finalmente, la pude tocar de cabo a rabo, con todo y repeticiones, sin tener que leer la partitura.
En el mes de enero de 1962, Luis ya no estaba en el puerto de San José sino que era médico de Ayutla, y en una venida a la capital me mando a llamar y después de hacerme interpretar varias veces el estudio de Coste, me atreví a decirle: “mirá vos, aprendí esto” sin decirle que era.
La cara se le frunció un poco y me dijo que quería escucharlo. Yo ni siquiera lo volví a ver y toqué la Danza Mora sin un solo error. Al finalizar de tocar, no podía creer lo que miraba: Luis estaba eufórico de alegría y llamó a su esposa y me hizo tocar una y otra vez la pieza. Me felicitó y me recomendó que por ningún motivo dejara de estudiar.
Ese año, vino Andrés Segovia a Guatemala y Luis se vino de Ayutla para asistir al recital y allí nos encontramos. Que satisfacción que el maestro y el alumno pudieran ver y escuchar al Maestro de maestros más grande de todos los tiempos.
Yo empecé a dar recitales, en los que nunca me reconocieron honorarios, principalmente por la satisfacción de acariciar aquellas cuerdas y dependiendo de la guitarra que tenía a veces más sonoras, otras veces más opacas.
En ese mismo año, me invitaron a tocar en un programa de Canal 8 de televisión y como no había forma de grabar lo visual, únicamente me quedó de recuerdo la parte auditiva. Luis había sufrido de una trombosis y estaba internado en el hospital. Pidió la guitarra que tenía en Ayutla y era “La Rufina”, que había construido don Meme Solís. Con ella toqué y Luis que había egresado de su hospitalización dos días antes me pudo ver y escuchar. Todavía recuerdo la metida de pata en el estudio de Coste, pero creo que ninguno de los televidentes, aparte de Luis y Paco, se dio cuenta.
Esa guitarra posteriormente sería mi guitarra de concierto durante muchos años.
Al final de ese año, en el periódico salió una convocatoria de examen para optar a una beca de estudios en el colegio National American School. El examen consistió en llevar mi instrumento y tocar ante el Director. Me otorgaron una beca de 100% para el año de 1964 y después me hice acreedor de la Beca Kennedy por haber tenido las mejores calificaciones de todo el colegio. Al menos lo de la beca de 100%, Luis se enteró y me felicitó. Se notaba que estaba muy contento lo que obtuve por tocar guitarra.
En el año de 1964, Luis tuvo una recaída de la trombosis y su corazón no resistió. Me quedé sin maestro, aunque de hecho ya no lo tenía por los achaques que Luis padecía.
Empezó mi etapa de autodidacta: un curso con Manuel López Ramos, un consejo de Tono Ruiz Silva y sobre todo mi tenacidad en el estudio.
Así, llegué al año de 1980 cuando pude adquirir un instrumento de una calidad óptima: “La Josefa Linares Ramírez” una guitarra de primera clase escogida como tal por el mismísimo Andrés Segovia. Cuando estuvo en mis brazos y escuché su sonido, sus armónicos, su volumen, supe que estaba destinada para ser mi compañera.
Desde ese momento se ha vuelto inseparable y me ha dado muchas satisfacciones, tanto así, que dimos un recital, ella y yo, con el Cuarteto “Contemporáneo” cuando cumplí cuarenta años de haberme iniciado como guitarrista.
En el año de 1991, inicié mi tesis de grado en Historia combinando mis estudios propios de la carrera y utilizando mi conocimiento sobre la guitarra, pues desde hacía unos 25 años, yo sabía de la existencia de un manuscrito que estaba en el Museo del Libro Antiguo de La Antigua Guatemala, que se relacionaba con mi instrumento.
Que sorpresa al ojear el manuscrito: era sobre como “entrastar, afinar y executar una vihuela” y con las instrucciones que se dedujeron de dicho documento mandé a construir una guitarra de cinco cuerdas, propia del siglo XVII, con su timbre similar a la época lejana.
Con todo y las adversidades que supuso ante los historiadores no músicos el desarrollar un tema que no podían comprender, logré, además de mi tesis, recrear por primera vez en Guatemala un instrumento antiguo e interpretar las obras escritas para él, con la sonoridad y ambiente propios de la época. Que satisfacción me produjo nuevamente el ser guitarrista.
Desde hace algún tiempo, la artritis hizo su aparición y mis recitales se volvieron más esporádicos y, hace algunos días, abril de 2004 traté de tocar algo, mucho más sencillo que Coste y la “Danza Mora”: los dedos estaban brutos y adoloridos. Intenté varias veces y al ver que no podía, tomé a “La Josefa” y con lágrimas en los ojos, le di un beso y la guardé en su estuche. Ya no volví a intentar tocarla.
Eso, me ha producido una frustración que no puedo superar muy fácilmente. Después de casi cuarenta y cuatro años de ser guitarrista creo que el final como tal ha llegado. No me resigno a aceptarlo pues ha sido parte muy importante en mi vida.
Y eso ha hecho que mi corazón tenga algo: es ese sentimiento de frustración de ya no poder tocar mi guitarra y poder gozar los sonidos que me producía al acariciarla y me he dado cuenta que no es un infarto; no es la hipertensión, ni mucho menos el stent que me introdujeron en la coronaria hace ya casi cinco años.
Mi corazón está afectado por una enfermedad que no es física, sino que viene de más adentro: es un dolor del alma que atraviesa mi corazón.
Nueva Guatemala de la Asunción, 3 de mayo de 2004
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