“ K I K E ”
A mi hija Carolina
Al cumplir sus quince años.
Hiperestesiada reposa Zayda, tendida sobre una enorme cama de dos plazas, en su alcoba que huele a alcohol y colonia de bebé. A su lado, como un muñeco, un hermoso retoño rubio de ojos pardos como los de su madre, gime tratando de aprender a llorar.
Con la mejoría de su gravidez, un poco prematura, que mantuvo a Zayda por varios días internada en una clínica de Osorno, pone definitivamente fin a su niñez, porque ahora, realizada su maternidad, debe forzosamente ser mujer.
- ¡Que precioso bebé!- exclamó una vecina que novedosa, visitaba a la primeriza.
- ¡ Pero si parece una estampita de arcángel!- dijo una beata. Sin dejar ninguna de tener razón a las cualidades del recién nacido que, pese a haber llegado antes de tiempo, muestra con claridad sus facciones bien favorecidas pero, por su apuro en tomar parte de este mundo, su cuerpo es diminuto. Es de verdad un bebé pequeño, pequeñísimo, al igual que lo fuera su madre cuando nació, hace poco más de dieciocho años. Cuando Zayda nació, sólo pesó dos kilos y cuatrocientos gramos y no midió mas de cuarenta y dos centímetros .
- ¿Cuánto midió?-...-¿Cuánto pesó?-. Nadie responde a las preguntas. Zayda, parece estar extasiada, con los ojos fijos en un rincón de la pieza sobre un antiguo ropero tipo Luis XV , con sus contornos y puertas tallados por la mano de algún artesano artista, sobre el cual, parece estar olvidado un muñeco de goma que, fácilmente , puede ser más grande que el propio bebé.
En uno de sus viajes a Santiago, por negocios o placer, la tía Ralda, le trajo como presente por su primer año de vida, ese lindo muñeco de goma con una cara hermosa como la de un ángel o la suya; de vivos ojos verdes como dos luceros en noche de primavera, cachetón y barrigudo como tonel . Todavía Zayda no se había echado a andar, porque sus piernas flacuchentas no eran capaces de sostener y equilibrar su cuerpo. Juntos rodaron por el suelo cuando Zayda comenzaba a dar sus primeros pasos. – “ Kike” – le dijo de repente y siempre lo siguió llamando así. Los niños saben poner nombres a las cosas o a las personas. En su inocencia no rebuscan ni hacen diferencias entre lo bello y lo feo; sólo ponen un nombre y ese es el preciso. Debe ser por que la verdad se encuentra siempre en la inocencia.
Muchas veces jugaron a la familia, escondidos entre los árboles , en el patio de la casa o en los prados del jardín, en la cocina o en la alcoba ; donde él era el hijo mientras Zayda inconcientemente, ensayaba su papel de madre, preparándose al futuro que le deparara el destino . Kike la conocía y pacientemente permanecía postrado sobre la cama – como todos los muñecos o peluches que esperan a sus dueñas adornando la cama bien estirada – mientras ella cumplía otras funciones de la vida. Al regreso del colegio; el bolsón y los libros quedaban en el olvido, y el Kike pasaba de inmediato a completar el día en la existencia de Zayda , pero ese día no sería completo si el Kike no estaba en el lecho para dormirse juntos. Si su muñeco ella no podía conciliar el sueño y en las noches de los frios inviernos de Frutillar, él sintió en su pecho los latidos del corazón de la niña, cuando los vientos hacían golpear puertas y ventanas de la casa o quejarse dolidamente a los árboles del jardín, como si se hubiesen enfurecido los brujos y brujas , que en noches de tempestad, hacían su aquelarre en la cueva de “Quicaví”, según las historias de araucanos que le contara la abuela Nelda. Ella pensaba que de repente, al abrirse una ventana iba a entrar volando el “Trauco” para llevársela entre sus alas y asustada se protegía abrazando a su muñeco. Él conocía sus alegrías y también sus sinsabores, sufrió junto a ella cada responso de sus padres. Supo de cada nota baja e el colegio y una mueca de alegría pareció mostrarse en sus mejillas por cada nota destacada. También fue conocedor de los problemas de su compañera en la adolescencia, de sus anhelos y esperanzas; junto a ella sufrió el dolor de los sueños no cumplidos, los que vio quemarse con los soles del verano y en otoño vio también como el viento se llevó más de alguna ilusión, esparciéndolas por las noches entre la niebla. En el mismo lecho, seguramente, lloraron juntos, silenciosamente confidentes, la desilusión de un amor que se fue. Son amigos desde que Zayda tiene uso de razón y siempre estuvieron juntos, por eso su intimidad llegó a ser total y sin saberlo formaron un perfecto binomio en la vida, más perfecto que si hubiesen sido hermanos que se criaron y jugaron siempre juntos, o dos seres que deciden unirse por largo tiempo o por toda la vida; razón más que suficiente para que ella no aceptara nunca otro sustituto. Hermosas muñecas rubias de cabellos lagos y esponjosos, equipadas de los últimos adelantos en electrónica que las hacían caminar, llorar, cantar y hasta decir algunas palabras fueron desechadas y dejadas de lado sin poder reemplazar, con su hermosura y limpieza de nuevas al ya mugriento Kike.
Los cristales limpios de la ventana dejan ver la majestuosidad del volcán, que al otro lado del lago, mantiene prisionero entre sus paredes de hielo al “Pillan”, mientras una nube solitaria que corre macilenta impulsada por un suave viento, parece querer robarle su blanca corona .
Es difícil saber lo que pueda pasar por el pensamiento de la extasiada Zayda que sin salir de su estado, se repanquinga junto a su pequeño bebé y vuelve a mirar al rincón sobre el viejo ropero, esbozando en su rostro una mueca que refleja nostalgia y satisfacción; satisfacción, porque siendo madre, se realiza como mujer, cumpliendo así uno de sus tantos sueños y nostalgia, porque a la vez de dejar de ser niña debe dejar también aquel muñeco que por muchos años fuera su compañero, hijo, amigo o amante tal vez en sus juegos de niña. El retoño, continúa tratando de aprender a llorar. Desde el rincón, sobre el viejo ropero el Kike parece mirarles, encontrando su mirada con la de Zayda, satisfecho de haber cumplido ya, hace muchos años, el papel para el cual fuera creado en una fábrica de muñecos de goma y observa a sus sucesor mientras en sus cachetes regordetes, mugrientos por el tiempo y de tanto jugar, parecen dibujarse unas margaritas y sus ojos verdes, resaltan para expresar placer y satisfacción en su abandono.
- ¿ Cómo le llamarás?. Preguntó alguien.
- Me gustaría llamarle “ KIKE ”.
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