Había una vez una mujer y un hombre. Ella, habitaba tras la sombra de su macho bajo un mismo techo; él, yacía en el paraíso de su hogar, sin trascender de su morada. Y aunque reinaba un equilibrio monógamo, la densidad de amor comenzaba a escasear. El árbol prohibido había dejado de dar frutos, para tornarse fastidioso y solitario; junto a él, una nueva especie nacía en un tronco de madera noble, bañando los jardines con el aroma de su piel. La flora crecía en el infinito de su rostro, como una mutación que lo llevaba hacia nuevos rumbos; y aferrado al amor, sus ojos transitaban otras ramas y otras hojas, imposibles de abrazar. La tentación volvía una y otra vez a su ventana, como una jugarreta del destino; aunque el fruto seguía allí, ileso de su boca.
Y las mañanas sucedían a las noches, en una historia cíclica; a la vez que la pareja permanecía inmóvil en su hastío; junto a los brotes a punto de estallar.
Y Eva mordió su porción placentera, para enredarse en la espesura de su hombre, mientras Adán comenzaba a nadar, entre las llamas de una luna nueva.

Ana.