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Entramos en el cementerio a buscar joyas y oro; a veces se conseguía algo y siempre alguien pagaba por madera linda.
Pasamos por tumbas que no pensábamos profanar. Llegamos a la que nos habían indicado y dije:
- Che Matías; ¿Estás seguro que esta es la tumba?
- Si, es la de José Ruandés. Él me respondió
Cuando terminamos de cavar encontramos un cajón, lo abrimos y del cadáver salía un olor hediondo y soportándolo pudimos sacar el cuerpo. No tenía muy buena ropa, pero sí un anillo de oro puro y muy buen cajón. Le sacamos todo, y volvimos a echar el cuerpo en el pozo, tapándolo. Le dijimos “al negro” que el anillo era de oro puro y que el cajón era de roble (cosas que eran ciertas). Por la venta sacamos unos $150 cada uno, luego nos fuimos a dormir.
Esa misma noche soñé que un día encontrábamos la tumba de algún pariente mío. Me desperté transpirado y nervioso, pero luego de pensar un rato, recordé que todos mis parientes fallecidos, estaban en Córdoba, tranquilizándome.
El año que vivimos en Córdoba fue él más largo de mi vida, mis abuelos murieron en un choque y mis bisabuelos de un paro cardíaco. A todos los enterramos en el cementerio de La Calera. Creo que el dolor de aquellos días tan tristes, me trajo esta extraña costumbre de visitar cementerios por la noche, para buscar algo de valor.
Pasaron dos días sin muertos nuevos en el pueblo. A la noche del tercero, el negro nos llamó. Después de verlo, fuimos al cementerio. Llovía terriblemente y a pesar de eso nos pusimos a cavar. La tierra en vez de tierra era barro, a lo lejos, se escuchaban sirenas de bomberos y aullidos interminables. Oímos pasos y nos metimos en el pozo que habíamos cavado. El guardia por poco nos encuentra, pero no fue hasta nuestra tumba porque el agua de los charcos le impedía caminar. Con demasiado esfuerzo, logramos sacar el cajón y del miedo a que nos encontraran no tapamos el pozo. Por el cajón berreta y la ropa sucia, con suerte conseguimos $10 para cada uno.
Cuando volvimos, a la noche siguiente, entramos al cementerio y un policía nos vio. Corrimos al centro por la avenida de los pinos, pensamos en subir a uno de ellos, pero el policía venía detrás nuestro y nos vería. Seguimos corriendo y llegamos a la rotonda del hospital. Nos escondimos en él y nos chocamos en la mitad de un pasillo, blanco e interminable, a una mujer llorando. Tenía un vestido largo y su pelo negro y lacio le llegaba hasta la cintura, suelto. Le preguntamos porque lloraba y nos contestó:
- Mi hermana Silvia Ferrero ha muerto y mañana a las seis de la tarde la vamos a enterrar.
- Lamentamos su pérdida señora. Contestamos a coro. - Nuestro más sentido pésame.
Esperamos un rato y lo fuimos a ver al negro. Le dijimos que esta vez nos quedaríamos con toda la ganancia del robo. El negro aceptó resignado, mirándose los zapatos, mientras suspiraba y movía la cabeza de un lado para el otro. Para sus adentros debería estar pensando: - Ya los perdí.
En el camino al cementerio, recordé la primera vez que vi al “negro”.
Llegué a Metcheuca, por la avenida Monte Grande, un pueblito tan desolado que ni en los mapas figuraba. Bajé del micro en la terminal local y pensé en buscar trabajo. Quería trabajar porque no tenía dinero y para olvidarme de la muerte de mis abuelos. Lo primero que hice fue poner un aviso en los clasificados que decía: “Se ofrece ayudante de albañil; especialidad pozos ciegos.”
Al día de poner ese clasificado en el diario me llamo un tipo, “el negro”, y me dijo:
- En esta agencia hacemos pozos.
- ¿ Ciegos?. Le pregunté.
Él mirando al cielo raso, me respondió con una sonrisa picara
- No, profanamos tumbas.
- ¿Qué?.Dije.
Entonces después de una breve explicación, salí a trabajar.
Al anochecer de ese día, cuando enterraron a la hermana de la mujer que lloraba en el hospital, volvimos al cementerio. Empezamos a buscar la tumba. Hasta que encontramos la de Silvia Ferrero. Más liviana la tierra no podía estar. Cuando llegamos al cajón escuchamos ruidos. Lo levantamos con miedo, de su interior emergía un terrible olor a muerte. Tanto me embriagó que mis ojos se abultaron del susto. Lo abrimos y aliviados descubrimos que estaba viva. Era cataléptica.
La sacamos del cajón, la ayudamos a calmarse y la llevamos a mi casa. Después de un rato nos explicó todo. En lugar de haberse muerto, había tenido un paro cardíaco y la creyeron muerta, como era cataléptica despertó dentro de su cajón.
A la mañana siguiente ella dijo que volvíamos de una reunión por nuestro trabajo y por casualidad, pasamos por la puerta del cementerio y escuchamos gritos. Entramos y la sacamos. Por eso ganamos $1000 pesos cada uno y una amistad.

Texto agregado el 28-04-2005, y leído por 275 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
07-05-2005 Que lindo con final feliz... Melirra
 
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