Un olorcito
Había una vez un olor que le daba pena ser. Creía que su existencia era desagradable. El pobre olorcito intentaba esconderse por todos los medios. En ocasiones buscaba refugio tras otros olores.
Se ponía tras olores de cremas, de fragancias líquidas, en barra, en gel y hasta de ciertos olores comestibles. Lo único que logró con eso fue algo que, a cualquier otro, le habría alegrado, pero que a él lo torturaba más: que era más fuete que todos ellos.
El olorcito no hallaba qué hacer. Le daba pena ir a buscar trabajo porque se sentía inconforme con lo que proyectaba. Estaba claro, un olor como él no alcanzaría buena posición. Al contrario, quizás serviría para espantar a otros.
El llanto de olorcito era cada vez más continuo. Le parecía tan triste su condición que no podía hacer más que compadecerse él mismo.
Un día, el olor estaba en un lugar donde oyó varios nombres de olores: “esta es la fragancia ejecutiva”, “esta es la fragancia pasión total”, “allá está la fragancia ternura innegable y esta de aquí es la fragancia actividad continua”... El olorcito se percató, entonces, de que él no poseía un nombre. Le dieron ganas de llamarse de alguna manera. Pero no sabía cómo. Él nunca se había olido. No sabía qué atributo darle a su existencia. El olorcito anónimo decidió acercarse a varias narices y, así, suscitar reacciones de las que conseguiría sacar su nombre.
Comenzó por ponerse cerca de una anciana nariz que dijo: “¡qué es eso!, ¡qué raro huele!”. El anónimo se alejó. Su corazón se entristeció por tal reacción. No era mala, pero tampoco buena. Además, no le ayudaba en nada a conseguir su meta.
Así anduvo un buen tiempo. Lo extraño era que no conseguía que las impresiones de las narices lo calificaran de alguna forma. Unas respiraban hondo para tratar de identificarlo. Al no poder definirlo, solo hacían gestos o exclamaciones objetivas como: “huele a algo”, “¿qué es eso?”, “huele como a... no sé”, y cosas por el estilo. Otras narices eran más sensatas y solo callaban. Lo percibían, pero como lo desconocían, preferían dejarlo pasar y ya.
Un buen día, el olorcito se cansó de buscar el nombre de su “fragancia” (si así se le podía llamar) y decidió dormir. Se posó en la cama de un niño pequeño. Una cama cualquiera que estaba a la mano. Se disponía a conciliar el sueño cuando una naricita juguetona y pequeñita se le acercó. Lo olió con inocencia. Se alejó un poco y sonrió. Se volvió a acercar con mucho cariño y aspiró fuerte, como un suspiro. Después de dos segundos dijo: “huele a tonto”.
El olorcito reaccionó. Sonrió. Su corazón estaba que desbordaba felicidad. Se tapó la cara con sus manitas y, con gran alegría, se dijo: “ese soy yo”. Abrió sus manos al mundo y se nombró con su nuevo nombre. Era el “Olor a Tonto”. Era un olor raro que nadie rechazaba y que, alas naricitas jóvenes, inspiraba cariño.
|