Las cajas de reja que antes servían para acomodar los libros de mi cuarto, fueron reemplazadas por tres pequeños libreros que compré en doscientos pesos a un vecino homosexual que vivía en la esquina de mi cuadra. El juego de tres pequeños libreros (qué buena compra), estaba deteriorado, y luego de limpiarlo y ponerle unos clavos por aquí, por allá, quedó listo.
Durante años estuvo de sostén de enciclopedias, copias fotostáticas de libros que jamás compraría, cuadernos, fotografías y hasta una que otra revista indecente; y por las noches también cargaba mi cartera, reloj, llaves y monedas (cuando había).
Un mal día mi cuarto fue ferozmente arrebatado de mi dominio gracias a la fuerza desmedida de mi hermano que dijo que ese cuarto era-el-de-él. Así que me ví obligado a abandonar mis cosas y emigrar al cuarto de mi madre, en el cual sólo había un simple viejo buró al lado de la cama que me tocaba. Nunca tendré ningún libro aquí, pensé, trataré de dejarlo siempre ordenado. Y así fue durante largo tiempo, siempre que tomaba un libro para leerlo mientras estaba en el baño, regresaba y lo colocaba de nuevo en su parte del librero. Pero el problema surgió cuando me atacó la manía de leer por las noches, siempre antes de dormir. Prendía la lámpara y leía hasta que me quedaba dormido, y por la molestia de ir a ponerlo en el librero, dejaba el libro en el buró: mañana lo pongo en su lugar, decía yo. Por supuesto, nunca lo hice.
No recuerdo cuándo se llenó de libros mi buró. Pero de pronto me encontré rodeado con un amplio menú de libros y revistas: desde Introducción al Estudio del Derecho de García Maynes, hasta las aventuras de Sherlock Holmes, pasando por revistas de espectáculos, el cordón de plata y unas biografías del Che y Marx.
Fueron llegando uno a uno, supongo. Traídos, atraídos e invitados. La colección del buró llega a más de veinte títulos empilados unos encima de otros y con una forma desalineada provocada por lo disparejo de los tamaños de cada uno. Los hay cortos y largos, gruesos y delgados, y los de arriba portan una fina capa de polvo. Son rebeldes. En más de una ocasión los he visto volcarse hacia mi cama e invadir el espacio de la almohada. Los vuelvo a acomodar.
Una tarde, regresaba corriendo a mi casa bajo una torrente lluvia. La ventana estaba abierta y ya llevaba más de una hora lloviendo. Corrí al cuarto esperando encontrar los libros ahogándose, gritando, pidiendo ayuda. Pero no, todo estaba normal, tal y como lo había dejado yo por la mañana. Cada libro permanecía en su sitio, sin una gota encima. A salvo. Todos habían sobrevivido.
A veces pienso que deberían exigirme mayor atención, mayor cuidado. Pero pienso “ya están grandecitos, se saben cuidar solos”.
Cada noche trato de llegar temprano a casa y cuando prendo la luz de la lámpara siento que los libros entran en una competencia silenciosa por ver quién gana y será leído esa noche. Saben que disfruto mucho de la madrugada y no me gusta el ruido, es por eso que tratan de guardar silencio y aguardan el momento preciso en que me decido por uno.
Murmullan, hablan muy despacio entre ellos, manotean y cuando volteo a verlos con cara de malo ponen su dedo sobre los labios como pidiéndose silencio. “No se alboroten, quietos, quietos”, les digo mientras pienso de qué traigo ganas hoy. Estiro el brazo y cuando por fin tomo uno, los demás, resignados, esperarán su turno. Quizá mañana.