María tiene los ojos azules y una mirada profunda. Su madre murió y desde hace más de diez años está al cargo de su padre. Jacobo, que así se llama él, necesita atenciones. Ochenta inviernos son muchos.
El anciano pasa la mayor parte del día sentado en su sillón, con la cabeza apoyada en la orejera derecha. El reposacabezas izquierdo se rompió. Cuando tienen visita, María se excusa diciendo que debería arreglar esa butaca, pero nunca se lo ha planteado realmente. Su padre no se lo reprocha. Lo cierto es que la mayoría de los días está ausente. De unos meses a esta parte no reconoce a casi nadie. Por prudencia, no pregunta, pero algunas veces su hija le parece una extraña. Ella lo nota en su mirada, pero disimula y no le dice nada. Sólo se pone triste.
Apenas pisan la calle. Vivir en un tercero sin ascensor no ayuda. Cuando salen a pasear María le sujeta por el brazo y Jacobo hace el resto apoyándose en el bastón. No suelen hablar demasiado. A lo sumo, cuando se detienen a tomar aire, ella le comenta lo bonita que está la plaza o que el pueblo ya no es lo que era. Él le sonríe y levanta un poco el bastón como para indicar que ya pueden reemprender el paseo.
Se acuestan sobre las diez. Jacobo habla en sueños. Es como si la oscuridad le devolviera las fuerzas que le abandonan de día. Balbucea casi siempre lo mismo, pero María nunca acaba de entenderlo. Eso es porque Jacobo nunca le contó que pasó tres años en un campo de concentración. María no sabe que su padre salvó la vida a un hombre que le había robado un cigarrillo. Ella cree que las marcas en la espalda de su progenitor son debidas a un desafortunado accidente. Jacobo, sin embargo, recuerda todas las noches de donde vienen esas profundas cicatrices y repite: “ya se cansará”, “yo no tengo nada que ver” y “a mí no me han robado nada”.
María es sonámbula. Ayer se levantó de la cama en busca de su peonza. Buscó por toda la casa con sus ojos azules más abiertos que de costumbre y más profundos si cabe. Justo cuando miraba en la habitación de Jacobo, oyó un “yo no tengo nada que ver” y se dio por aludida. Volvió a la cama sin su juguete.
Cuando despierta no recuerda nada. Ni siquiera sabe que es sonámbula. Lo de la peonza viene de lejos. En la escuela todos los niños tenían una. Las niñas sólo jugaban a muñecas. Pero a ella le gustaba más ver rodar una peonza que alimentar a su bebé de trapo. Así que una mañana cogió prestada la de Sergio. Le gustaba ese chico pecoso y quería tener algo suyo.
Cuando Sergio se fue a América, María dejó de creer en el amor. Nunca le dijo que le echaría de menos. Cincuenta años después, sigue haciéndolo de vez en cuando, aunque sea en sueños, sonámbula, buscando esa peonza.
Esta mañana el cielo ha amanecido distinto. Parece que hay más rojo. Jacobo ha despertado lúcido y con ganas de vivir. Después del desayuno le ha pedido a María que le acompañe hasta el parque. Es extraño, porque nunca van hasta allí.
Sergio, el de la peonza, tiene un coeficiente de inteligencia muy superior a la media. Eso, de pequeño, significaba muchas cosas y no todas tan agradables como en un principio se suele pensar. Comprender antes que nadie no es como tener buena salud. El talento no es algo de lo que se pueda presumir porque provoca rechazo.
Su madre había fallecido al nacer él. Su padre no podía permitirse enviarle a una escuela especial. El sueldo de un minero no admitía soñar con un futuro lejos de allí. Pero cuando se desplomó la galería 8 todo cambió. Un niño superdotado y huérfano no tenía lugar en el pueblo. Eso dijo su tía cuando se hizo cargo de Sergio y se lo llevó a Nueva York.
En el parque hace sol. Jacobo apoya las dos manos en su bastón y mira alrededor. Los pájaros revolotean junto a una mujer que les echa migas de pan. Una pareja de enamorados agarrados de la mano le pasan justo por delante. Se intercambian locuras al oído. Más allá, recostado en un árbol, un joven lee a Yukio Mishima. María se sienta al lado de su padre y suspira. De cansancio.
A Jacobo le molesta el sol y cierra los ojos. Se siente bien con la brisa rozándole la cara. Echa de menos la orejera derecha de su sillón, pero igualmente se duerme. María no se da cuenta, porque está con la cabeza en otra parte. Las carcajadas de un niño despiertan su interés. Está jugando con una peonza. La perinola da vueltas sobre sí misma y el niño gira en círculos a su alrededor, como un satélite. Y se ríe. Se ríe mucho. María recuerda a Sergio con una lágrima furtiva, pero la seca rápido con las yemas de sus dedos. Parpadea con fuerza, como para evitar más lágrimas y sujeta a su padre por el brazo.
- Papá, ¿volvemos a casa?
La peonza pierde la vertical y rueda por el suelo hasta los pies de Jacobo. Él hace como si nada. Ni se inmuta y María insiste:
- Papá, ¿vamos?
Pero Jacobo no se mueve y María se derrumba. La peonza yace a sus pies. Tan quieta que parece imposible que pueda volver a girar.
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