Ahora sé lo que es el amor, le dijo Pedro a su imagen reflejada en el espejo. Luego se acercó y observó su rostro con detenimiento. La verdad es que para los cuarenta años no está nada mal, pensó. En realidad Pedro no estaba enamorado de sí mismo, sino de Viviana, una linda y simpática chica de veintiocho años a la que había conocido dos meses atrás en forma absolutamente casual.
Fue un domingo por la mañana. El caminaba solitario, como de costumbre, por la Plaza San Martín, mirando con ternura y bastante envidia a las parejitas tomadas de la mano, cuando la vio. Sola, leía una revista sentada al sol en un banco cercano al monumento que honra al prócer, y parecía indiferente a todo lo que la rodeaba. Era joven, bonita, con cabello castaño suelto hasta los hombros. Vestía jeans y una blusa primaveral.
Pedro era un hombre bastante tímido. No tenía entrenamiento en eso de abordar mujeres desconocidas, pero esta vez, impulsado por el magnetismo que irradiaba la chica y también por la tristeza de su soledad se fue acercando poco a poco. Se paró ante el monumento y fingió examinarlo con gran interés mientras la espiaba con el rabillo del ojo. En algún momento ella levantó la vista de su lectura, lo observó por un instante, y volvió a lo suyo.
Luego de leer todas las placas y observar cada detalle de la obra escultórica, Pedro, como al descuido, se acercó un poco más y se puso a mirar una planta con la misma dedicación con que lo hubiera hecho un botánico ante un exótico árbol del Amazonas. La mujer, como toda mujer, presintió la presencia, bajó la revista y volvió a mirarlo. Reconoció al hombre que había visto un rato antes, e inmediatamente se hizo cargo de que un tímido pretendía hablarle. Lo estudió de arriba abajo y decidió que le gustaba. Tenía un rostro armónico con grandes ojos marrones y aspecto varonil. Vestía como al descuido y el peinado de su ralo cabello negro dejaba bastante que desear. Lo que más la atrajo fue cierto aire de candidez que emanaba de su figura, como si fuera un niño solitario y aburrido que busca un amigo. Al fin y al cabo ella también estaba sola.
Ahora, sin que Pedro se percatara, era la chica quien lo observaba con ojos tiernos y había comenzado un juego que solía practicar. Adivinar como era una persona y a que se dedicaba, por su apariencia física, sus maneras y su aspecto general. Debe tener entre treinta y cinco y cuarenta años, un metro setenta y cinco, cuerpo de deportista, su ropa es de regular calidad, su calzado bueno. Se mueve con gracia y tiene un “nosequé” de jovialidad. Seguramente quiere impresionarme, y lo ha conseguido. Se ve que no es un hombre que realice tareas rudas o menores, sus manos delgadas de dedos largos, sin anillo, así lo dicen. Diría que es un médico, tal vez un abogado o ingeniero, deportista y con inquietudes intelectuales. Este pensamiento la llenó de satisfacción, porque Viviana era veleidosa y muy pendiente del “que dirán”. Soñaba con casarse muy enamorada de un buen mozo que tuviera prestigio y reconocimiento social.
Pedro había puesto su cara a diez centímetros de una hoja de la planta y la observaba como si de ello dependiera su vida. Su corazón latía un poco más rápido que de costumbre. Pendiente del banco cercano, no pudo resistir y miró. Lo que vio fueron los ojos de la chica clavados en él. Su corazón se paralizó y no atinó a nada, se sentía avergonzado, descubierto. Ella sonrió y dijo algo que él no escuchó pero le sirvió para acercarse, también con una sonrisa, y preguntar tímidamente,
-¿Me decías...?
-Te decía, que como a mí, veo que te gustan las plantas, contestó ella sintiendo que dominaba la situación.
El, más sereno, asintió.
-Si, me gustan mucho... y luego dubitativamente agregó... ¿Puedo sentarme...?,
Siempre sonriendo, ella asintió
-Claro, dale
El se sentó, la miró en los ojos y supo que había sido aceptado. Que su sueño de tener una amiga, una compañera, tal vez una novia, por fin se podía cumplir.
Lo relatado había ocurrido dos meses atrás y ahora Pedro, con mucha ansiedad se aprestaba a dar el paso definitivo. Volvió a mirarse en el espejo y se dijo que el amor mejora a las personas física y espiritualmente. Desde que había conocido a Viviana se veía mejor, la tristeza había desaparecido de sus ojos y también todo lo que lo rodeaba le parecía más bello. El cielo más azul, el fulgor de las estrellas más intenso, el sol más cálido y brillante. Hasta percibía con mayor nitidez el aroma de las plantas y las flores.
Pero no todo estaba bien, Pedro albergaba un temor que no lo abandonaba, porque la relación tenía una particularidad. Viviana no había cejado en su intención de adivinar a que se dedicaba Pedro en su vida y en realidad sabía muy poco de él. Más aun, le había pedido que no se lo dijera. Esto en parte, porque pensaba que a través de las conversaciones lo iba a descubrir, y también por que la incógnita incentivaba el romanticismo de la relación.
Él por su parte, lo entendía así y por momentos temía que terminara sucediendo lo de aquella vieja película “Último tango en París” en la que la jovencita María Schneider se enamora de un misterioso cuarentón, Marlon Brando. El romance dura hasta que él le confiesa su actividad de hotelero y echa por tierra las ideas románticas que ella se había forjado acerca de su personalidad. Por eso quizás, dilataba la información que debía dar para que ella supiera exactamente quien era él. No tenía nada de que avergonzarse, era un hombre cien por cien honesto, pero también sabía que a veces eso no alcanza para lograr el amor de una mujer.
Y sucedía algo así. Viviana soñaba. Lo imaginaba con un impecable guardapolvo blanco atendiendo pacientes en su consultorio u operando en un quirófano con barbijo y guantes de látex rodeado de asistentes e instrumentadoras. A veces, realizando un enjundioso alegato como abogado defensor en un juicio oral. Otras, impartiendo órdenes a sus capataces en una colosal obra en construcción.
Pedro, en cambio, sabía todo acerca de Viviana. Trabajaba como empleada de cuentas corrientes en una gran empresa, vivía con sus padres y dos hermanas menores. Lo que no sabía era que Viviana ya había difundido todos los aspectos de su nueva relación entre su familia, sus amigas y numerosas compañeras de trabajo. Todas estas personas, que también participaban del juego de adivinar lo que él era, lo hacían con gran entusiasmo. La madre, siempre temerosa, le repetía que tuviera cuidado, que podía ser un delincuente o un enfermo. El padre, bastante desinteresado, opinaba que simplemente se trataba de un vago como tantos. Las hermanas menores apostaban a que se trataba de un casado, con hijos. Por algo siempre tiene problemas los fines de semana, argumentaban.
Pero Viviana había desechado totalmente tal posibilidad. Pedro le había contado que vivía con una hermana casada, que le alquilaba una habitación. Ese era el lugar adonde lo llamaba, y había tenido oportunidad de conversar con ella, y decía estar muy contenta de que Pedro, por fin, estuviera de novio.
Las amigas, entusiasmadas, echaban leña al fuego de la ansiedad y la incertidumbre, proponiendo las más diversas posibilidades. Alguna decía que era un aviador y a Viviana le resplandecían los ojos imaginando a Pedro con su uniforme de comandante besándola antes abordar su avión en una noche de niebla, como esa despedida de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca. Otra compañera opinaba que era marino, entonces se veía con él en la proa de un trasatlántico, los dos con los brazos abiertos, cara al viento, como Leonardo Di Caprio y Kate Winslet en Titanic. Hasta había quienes afirmaban que era escritor, y ella imaginaba su vida juntos, en un chalet alpino en San Martín de los Andes. Lo veía abstraído sobre su computadora saboreando una buena pipa, en tanto ella lo aguardaba al calor de los leños encendidos de la chimenea, mientras afuera caía mansamente la nieve.
Así tejía, cada día, cada noche, distintas novelas sobre lo que sería la vida con su incógnito amado. Pero siempre terminaba diciéndose que fuera lo que fuera igual lo amaría y sería feliz con él.
Pedro continuaba sentado frente al espejo. Un paso más y ya está, se alentó a si mismo. Días atrás, luego de ir a una función de cine, se sentaron en una confitería a tomar un café. Allí, luego de algunos cabildeos, Pedro se sinceró. Le dijo que estaba muy enamorado, que era la mujer de su vida, que no concebía un futuro sin ella. Que lo que más ansiaba en la vida era casarse y tener hijos. Que si bien no era rico, disponía de un ingreso que les permitiría formar un hogar digno. Finalmente aclaró que había llegado el momento de terminar con la incógnita y que le contaría todo acerca de su vida.
Ella, aunque estaba segura que esto sucedería, no pudo evitar emocionarse. Le respondió que también lo amaba, que la enorgullecía la idea de ser su esposa, que tenía la seguridad de que serían muy felices. Le dijo además, que la boda podían planificarla con tiempo. Tenían que conseguir un lugar donde vivir, comprar muebles. En fin, adecuar todo para que la vida en común comenzara lo mejor posible.
Lo que si quería en forma inmediata, era que él le diera un anillo de compromiso. Sin ceremonias de ningún tipo, los dos solos en una confitería como esa. Con respecto a la incógnita, le pidió que recién la revelara cuando le entregara el anillo. Además, agregó feliz y divertida: -Me gustaría que a ese encuentro acudas con algo que revele tu actividad al verte. Es decir, con el uniforme o el atavío que te identifique en tu quehacer cotidiano. Él, inmensamente feliz, aceptó y respondió que así se haría. Acordaron encontrarse en esa misma confitería una semana mas tarde.
La semana había transcurrido. Pedro, abrió un pequeño estuche y extrajo la sortija de compromiso que le entregaría a la tarde a su amada. Simuló la escena ante el espejo, con sus grandes ojos marrones nublados de emoción dijo:
-Querida, este anillo simboliza mi amor y el compromiso de hacerte mi esposa para toda la vida.
Viviana no cabía en si misma de alegría. Le había contado todo a su familia, a sus amigas y compañeras, el alborozo era general.
La más entusiasmada de sus amigas había propuesto darle una gran sorpresa a Pedro. Consistía en que los padres, las hermanas, las amigas, estuvieran sentadas aparte en una gran mesa en la misma confitería y que luego de la entrega del anillo de compromiso, aplaudirían y todos se sumarían en una gran celebración. A Viviana le había parecido una idea maravillosa.
Ahora, ya sentada en la misma mesa que ocuparan una semana atrás, esperaba el arribo de Pedro. Ansiosa, ella había llegado antes a la cita. Al fondo del salón en una gran mesa se encontraba un bullicioso grupo de veinte personas, en su mayoría mujeres, pendientes de lo que iba a suceder. La hora convenida había pasado, Pedro no llegaba, a Viviana la consumían los nervios. ¿Le habría pasado algo?
De pronto sonaron un par de estampidos seguidos de una estridente sirena, luego unos campanazos. Viviana pensó en una ambulancia, asustada se levantó de la mesa y salió a la vereda. Los demás, presintiendo que algo no andaba bien se acercaron a las ventanas.
Viviana miró en la dirección de donde provenían los ruidos y vio un extraño vehículo multicolor que se acercaba. Lo hacía lentamente, cabeceando, como si tuviera problemas en una rueda. Cuando con otro estampido y un silbatazo el espectacular artefacto se detuvo frente a la confitería, lo pudo apreciar debidamente. Era un auto de viejísimo modelo decorado con todos los colores imaginables, tenía grandes bocinas exteriores, una campana y una de sus ruedas delanteras era ovalada.
Un enano vestido de mosquetero, bajó del vehículo, lo rodeó y se ubicó junto a una puerta trasera en la que un florido cartel rezaba “El Gran Bepo”, y ceremoniosamente la abrió.
Por ella bajó un hombre ataviado con grandes zapatos de cuarenta centímetros de largo, pantalón rojo tres cuartos con varios parches de otros colores, medias verdes anilladas, camisa amarilla con moño a pintas y un inmenso saco a cuadros que le llegaba hasta las rodillas. Su cara estaba pintada de blanco, su boca, desmesuradamente dibujada en bermellón subido. Una pequeña bola de plástico, rojo brillante, hacía las veces de nariz. Sobre su cabeza, un pequeño sombrero redondo cubría una peluca pajiza.
En su mano izquierda sostenía una rosa roja.
Viviana totalmente confundida no atinaba a comprender lo que ocurría.
Recién entendió cuando centró su atención en los grandes, enamorados ojos marrones del payaso, que tras el maquillaje, la miraban fija e intensamente.
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