Cuando vi asomar la cabeza del gato panzón del vecino en la cornisa, no pude por menos que esbozar una sonrisa y silbarle cariñosamente. Nos alegraban, a mi y a mi infiel felina, esas esporádicas visitas que con aire distraído regalaba ese gordo y ya viejo animal con pantuflas. Atravesó sedoso y recto las terrazas contiguas de tres vecinos y conocido el obstáculo de la amargada y celosa vieja de los rosales, bordeo hasta la cornisa para enfilar como tantas noches su paso de ronda sin pestañear siquiera al abismo. La primavera estaba ya enramada y las petunias y gitanillas dormían frescas en casi todos los balcones, a distintas alturas y en distintas proporciones, de tal modo que algunas de las terrazas parecían espartanas y otras pomposamente sobrecargadas .La de la vieja era de estas últimas, y las gitanillas chorreaban desde la forja dejando una alfombra de honor verde para el Don Juan tranquilo. Emitió un suave maullido, un reconocimiento, antes de afrontar este último tramo y se escoto al margen mismo de la cornisa. Detrás del cristal Canela no parpadeaba ni movía siquiera en un tic las orejas enfiladas como parabólicas, con una seriedad casi humana. Caminaba sobre la misma línea que yo intuía y ambos animales surcaban conocida, dominada. Colocaba una mano atenta buscando el cemento frió entre el ramaje y las flores y si no lo hallaba tanteaba como un ciego hasta encontrarlo. Luego un pie y en ese pulcro deambular sobre algodones se veía como un centauro árabe entrenado en jerez. Canela me ignoraba y se veía, ahora sí, una fiera preocupada.
Entonces se precipito el timbre estrellándose al fondo del silencio. Mi corazón se dió la vuelta al toque de adrenalina, golpeando a su paso a este brazo ingobernado y tonto que dibujó una interrogación en el aire. Y el punto del interrogante era Canela. El café hirviendo y canela. Y Canela, de tan rápido que escapaba entre maullidos, patinaba en el sitio brillante sobre sus uñas y Capple perdió el paso, y el norte y el cielo y la cara de pan y las pantuflas.
Me retiré hacia atrás sin querer ver mas que el despegue. Retuve el aire en medio de una exhalación y no respiré hasta que fui consciente. Unos dos minutos calculo yo: Los cinco segundos de caída que fue la parte mas larga, los diez segundos de silencio, quince mas en que la angustia fue retorciendo los contornos de todo lo familiar y me hundí en mi propia perdida. Un segundo que vi a canela, tres de componer formas en la entendedora, treinta segundos llorando, otros cuarenta bajando escaleras pidiendo a dioses una vida mas, si acaso la séptima, y allí, delante de él ya no tenía aire. Respiré y le llame.
El gato boqueaba sangre, quedo de cuartos traseros, y algunos silbidos guturales de dolor, angustia y perplejidad. Boqueaba en inglés y dudo que entendiera el castellano. Le hablé suave, aunque esta voz salió temblando, como si fuera de otro. No creo que entendiera .Miré hacia arriba y vi recortada la silueta negra de canela contra la claridad amable de la luna. ¿Qué le iba a decir? Capple tiritaba agonizante en el asfalto desnudo con la entraña estallada irremediablemente. No entendía sus malditos aullidos británicos y pensé en apuntarme al día siguiente a un curso de ingles para gatos. Convulsionó y abandonó al animal.
Lo cogí y se me desparramaba por todos los sitios. Timbré a su dueño y le conté sin mirarle a los ojos.
Canela no me habla. Ni tan siquiera me mira. Espera a que se haga la noche, al lado de la cafetera y cuando yo me acerco, ella se va a su balcón de flores. Y mueve suave la cola. Y permanece tan atenta que parece que viera. Cosas que yo no veo. Seguramente cosas en Ingles.
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