Mojado aún por la lluvia, con gotitas en sus pétalos de color rojo sangre, un clavel decía en voz alta sus pensamientos: .- Me estoy poniendo lozano y hermoso. Aún tengo los pétalos muy pegados, soy joven todavía, pero cuando sea adulto y las manos de una hermosa mujer los separen y sienta mi perfume, mostraré toda mi belleza.
El vanidoso clavel soñaba con adornar un día los cabellos de una joven: .- Los ojos del muchacho admirarán mi forma de embellecer su rostro.
- La mano de un niño me ensartará en el agujero del cañón de un fusil y seré el símbolo de la paz.
- Me colocarán en un jarrón, junto a más hermanos míos, el día del cumpleaños de alguna dama.
- Adornaré el escote de una bailarina de flamenco y atraeré las miradas de sus admiradores.
- Seré símbolo de libertad sobre la mano en alto de un joven.
Sintió que perdía pie. Su cimbrear al compás de la brisa paró de repente y se inquietó. Un tijeretazo certero le anunció que sus días estaban contados, y, al mismo tiempo, que sus sueños iban a hacerse realidad. No sabía si reír o llorar. Optó por estar expectante, muy expectante.
Un cesto de mimbre, una furgoneta, una mesa de mármol, unas manos hábiles, un hilo delgado que le enrolla el tallo y... ¡OH! ¡Qué dolor!... un largo alfiler le traspasa el corazón.
Aún aturdido por los movimientos febriles de aquellas manos, su apresamiento y estocada final, balbuceó para sus adentros que ese debía ser el precio por adornar alguna bella carroza de reina de fiestas o alguna cruz floral depositada por manos fieles ante algún altar.
Nada de eso pasó. Su tristeza pareció no tener límite cuando, reflejado en el cristal del puesto de flores, se vio ensartado en una corona mortuoria. Ni siquiera formaba parte de algún dibujo, de alguna distinción. Nada, su fin iba a ser lo más alejado de sus sueños.
El carruaje mortuorio, tirado por cuatro corceles negros, con penachos de plumas azabaches, guiado por dos cocheros enlutados, llevaba en sus laterales sendas coronas de flores.
Sería por el camino de tierra y piedras que llevaba al cementerio o porque el destino siempre pertenece al capricho de los dioses que, en un brusco movimiento del coche, nuestro clavel cayó al suelo. De un certero puntapié, un chiquillo lo sacó del camino y fue a dar al ribazo. Junto a él, flores silvestres blancas y amarillas cuchicheaban entre sí sobre la suerte de la flor que les acababa de caer encima: .- Pobre clavel, tan hermoso y medio muerto, lleno de polvo del camino. Nació para lucir tan hermosos pétalos y mira en qué ha quedado...
La conversación habría seguido de no ser por la presión y posterior tirón de los dientes de un asno que cercenó sus delicados tallos. No hizo caso del clavel, ¿sería el olor?, nunca se sabrá.
La tarde se iba poniendo de oro y naranja. Una zagala y un zagal estrenaban miradas y sonrisas cogidos de las manos y alejándose del pueblo por el camino del cementerio.
La mirada viva del muchacho se posó con interés sobre el clavel y, rescatándolo de entre los cardos, le sopló el polvo, le abrió los pétalos, lo olió, le dio un beso y se lo regaló a la niña. Lo acercó a su nariz y lo besó también, después lo puso entre el cabello y su oreja, junto a sus ojos, estrenando miradas, estrenando sonrisas precursoras de besos.
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