Un trozo de vida
Sonó el teléfono y mi corazón descarriló, aún no estaba preparado, apenas había dispuesto de tiempo para recoger un poco la casa. Con paso vacilante me dirigí hacia el teléfono y descolgué el auricular con el mismo temor de los últimos meses, - Dígame – Del otro lado emergió la voz tranquilizadora de mi hijo, me informaba que en 15 minutos llegarían a casa. ¡Sólo un cuarto de hora!. ¡Ya no tendría tiempo de repasar el polvo de las figuras del aparador del salón!.
La casa había estado cerrada casi seis meses, los eternos seis meses que habíamos pasado en el hospital esperando y desesperando por recuperar la salud distraída en un irracional “sinsaberporqué”. Durante todo ese tiempo nuestra rutina había sido marcada por los médicos y por las benditas analíticas, ambos jueces inapelables de nuestras vidas. Cada semana, como si de una toma falsa se tratara, representábamos el médico y yo la misma secuencia: Me informaba de las fatídicas cifras y al oírlas le preguntaba con gran desilusión ¿está seguro, Doctor? y el médico, una y mil veces, se limitaba a asentir y a expresar su resignación y condescendencia. Muchas tomas falsas y ninguna válida, al menos para nuestra situación.
El momento anhelado finalmente había llegado, pero no como nos hubiera gustado, hoy volvía a casa y debíamos recuperar, si cabía, nuestro tiempo. Tras 56 años de matrimonio, los dos meses mal contados que teníamos por delante eran apenas unas gotas en el mar de nuestra vida en común. Todo debía ser perfecto. Miré en todas direcciones hasta convencerme de que la casa no estaba tan mal después de todo y me dispuse a recoger los trastos de la limpieza. Cuando aún no había terminado, sonó el timbre. Abrí la puerta y allí estaba ella de pie, sostenida ligeramente por mi hijo, pálida y consumida por la sinrazón de los cuerpos que no saben de dignidad. Recorrimos los escasos cinco metros que separaban la puerta de entrada de su sillón favorito y la sentamos. El silencio se abrió paso y, sin apenas moverse, sus ojos empezaron a mirar en todas direcciones. Su mirada expresaba toda esa vitalidad que su cuerpo le negaba y daba testimonio de su afán por contrastar sus recuerdos con la nueva vieja realidad que le circundaba. Tras unos minutos, solo interrumpidos por los pensamientos, dijo con un frágil hilo de voz:
- ¡Ay, que suerte! Esta todo igual que cuando nos fuimos ¿no?
- Si, cariño, pero no me ha dado tiempo a dejarlo como a ti te gusta – le respondí intentando corresponder a su incipiente alegría.
- No te preocupes, esta bien, ya lo haremos entre los dos, tenemos tiempo.....
- Bueno, tu me vas diciendo y yo lo hago. Ya verás como luce una vez que lo repasemos un poco.
- Si, si – me contestó esbozando una sonrisa lastrada por el dolor
Nos quedamos mirándonos mientras nuestro hijo nos observaba. Pasó un ángel y otro y otro, hasta que finalmente nuestro hijo quebró la continuidad celestial, diciendo:
- Bueno, os dejo, no os robo ni un segundo más. Os he dejado comida preparada en la nevera y por la mañana me paso a traeros la compra del día. Cualquier cosa me llamáis al móvil ¿vale? – concluyó al tiempo que nos volvíamos hacia el.
- Vale, vale.... - atiné a decirle a modo de respuesta formal, ya que producto de mi ensimismamiento no había entendido apenas lo que había dicho.
Acto seguido nos besó a ambos en la frente y en sus ojos descubrí unas lágrimas clamando por su libertad. Lo acompañamos con la mirada, hasta la puerta y nuevamente el silencio instauró su deseada e implacable dictadura cómplice. Nos volvimos a mirar y, sin hablar, nos dijimos todo lo necesario para recuperar nuestra vida anterior. Cuando terminamos, miré hacia el reloj del salón y su mirada me respondió: no me apetece merendar. Miré hacia la televisión: Casi mejor no. Miré hacia el cojín: Estoy bien así, no te preocupes. Finalmente, ella posó sus ojos en el aparador del salón y musitó con voz débil y pausada:
- Habría que quitarle el polvo a las figuras ¿no crees?
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