Hoy iríamos de pesca. Sería uno de aquellos tantos días que, con papá, pasaríamos junto al río en una espera, que a veces llevaba horas, sólo para poder pescar un salmón y después asarlo al fuego y comerlo para saciar nuestra lucha antes librada. Yo llevaría la caña que me regaló antes de partir a ese viaje y por fin le mostraría que aprendí a hacer los anzuelos que tanto trabajo le costó enseñarme.
Mi anzuelo era lejos el mejor. Me demoré al menos tres semanas en diseñarlo y para qué decir, unos dos meses en tener el primer modelo terminado. Ahora es cuestión de segundos con las nuevas máquinas que hay en el mercado. Pero yo no tenía plata en ese entonces.
Cada vez que íbamos al río, mi papá vestía sus pantalones de goma y una camisa a cuadros que mamá aborrecía. No sé si por lo cochina y hedionda a pescado que llegaba o porque lo hacía verse más flaco –a ella le encantaba su “barriguita”–. Al fin y al cabo, tenía que asumirlo, porque papá llevaba con orgullo su camisa pescadora. “Me trae suerte”, solía responderle a mamá con ternura.
Este, como decía, sería un gran día. Por fin pescaríamos al “salmonero”, como llamamos a un salmón de diez kilos que una vez vimos saltar por los aires, mas nunca pudimos atraparlo. Pero este día estaba seguro de poder hacerlo. Había confeccionado mi anzuelo de tal manera que sólo ese salmón lo viera y picara. Sería un regalo a mi papá por todos esos años de paciencia que tuvo con mi caña y yo. Ahora nos movíamos al unísono, con singular armonía, al ritmo que mi padre guiaba con su ejemplo: con suaves movimientos, una anclada profunda y unos golpecitos en el agua, todo estaba en perfectas condiciones.
Estaba nublado, pero para mí un sol nos sonreía desde arriba. Todo se había predispuesto para que ese día el salmonero tuviera una aventura con mi anzuelo. Ya no aguantaba más la emoción de desenfundar mi caña y lanzarme a la guerra cuyo final profetizaba. El destino estaba a mi favor. Mi papá estaba conmigo.
No me acuerdo cuantas horas fueron, sólo recuerdo que me tardé cerca de tres años en crear, cada vez, un mejor anzuelo que fuese digno de atraparlo. Mi papá siempre se sentaba en mi mesita a mirar como me empeñaba en hacerlo sentir orgulloso. ¡Este tiene que ser! Gritaba al terminar la tarea. Agarraba mi caña y nos íbamos nuevamente de pesca. Así pasaron esos tres largos años, esas duras horas de batalla, el hambre de no poder comer nada por esa necesidad, esa sed que necesitaba apaciguar.
Pero aquel día fue distinto. Habían señales por doquier; ese día el salmonero descansaría en mis manos. Hasta el mejor cuenta cuentos del mundo no sabría cómo narrar semejante odisea.
No recuerdo cómo fue, solo sé que al final del día el odio inundó mi corazón cuando por fin pude pescar al salmonero. Unas lágrimas bajaron por mis ojos recordando la imagen de mi papá antes de la guerra.
Al día siguiente el funeral fue corto: unos hombres del ejército, unos pocos amigos, mi mamá, yo, y el salmón que descansaba junto a mi padre, mientras en la radio se oían las noticias del conflicto que aún se libraba muy lejos, muy lejos de aquí.
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